miércoles, 28 de diciembre de 2011

Mensajes en botellas.

George murió en casa. Trataba inútilmente de llenar de aire sus pulmones. Yo le vi morir. Sus hijos le vieron morir. El alma se le escapaba en un larguísimo tren desbocado y nosotros fuimos testigos y tenemos el traqueteo de su muerte metido en las costuras.
-Yo sé lo que es la muerte -me dice mi hijo de cuatro años- porque yo vi morir a papá.
Esto me ha dado una especie de brutalidad de la vida, una gran comprensión de la libertad de los demás y de desear entender a los demás, pero al mismo tiempo también me da a veces una falta de paciencia absoluta para otras cosas más pequeñas que sin duda los otros, el otro, las personas, entienden como parte (o incluso el todo) de su libertad. Volvemos así a mis habituales contrasentidos. Ellos tienen razón, por supuesto, no yo. Para colmo, ocurre que estoy bien el sesenta por ciento del tiempo, pero el resto, no. No estoy bien. Si soy exhaustiva en el análisis debo reconocer que mi mente hace como que estoy bien y hasta mis reflexiones tratan de hacerme creer que estoy bien pero no soy de fiar porque a menudo viene, con un viento fuerte, súbitamente la tormenta y se nubla la vista y cae la noche. Ese ruido abrumador son las emociones que juegan al ajedrez con mis pensamientos. Hay horas muy malas, de intensa soledad a la deriva, de hundimiento. Desaparece el norte. No es pena por lo que he perdido, es una ansiedad profunda por un futuro que no existe y que no sé cómo buscar. O sí, qué demonios, es pena, pena intensa por lo que he perdido y ansiedad por sospechar que nunca lo volveré a encontrar. Es como el dolor de un adolescente que espera que algo ocurra sin ser capaz de salir de su cuarto pintado de negro para que ocurra. No dura mucho –creo-, un día, dos, pero durante ese tiempo me caigo al subir una escalera a medio construir entre tinieblas y por ejemplo, mando un mensaje a alguien. Ciertas víctimas habituales con quienes deseo disculparme. Un SMS o un Whatsapp o un e-mail. El mensaje puede parecer inocente porque escribo un simple qué tal, o como van las cosas, o expreso un concepto fuera de contextos convencionales, en línea con mis recién halladas preocupaciones. Otras veces no. Hay momentos en que el mensaje es de cajón. Lo siento. Siento poner a los amigos en compromisos emocionales. Es inevitable tratar de buscar una mano que pare la caída. No sería humano que no hiciese ademán de agarrarme cuando la silla se tumba de espaldas. Desgraciadamente, la mayoría de las veces sólo me agarro al aire y me caigo en un vacío aterrador.  
Es evidente. Soy una náufraga con brújula defectuosa. A pesar de mi fortaleza, mis ganas de estar aquí, de mantener la dignidad, las velas se quedan sin viento e incluso me quedo sin timón. Estoy sola y viene el sonido de ese tren a mi memoria y soy yo la que casi no puede respirar al revivir incesantemente la hora de su muerte. Estoy sola porque como mi hijo, yo le vi morir. Yo sé lo que es la muerte.
A veces puedes encontrar uno de mis mensajes en el mar. Tiro al agua simples, complejos, largos, escuetos mensajes metidos en botellas. No siempre los lanzo en la misma dirección. No te dejes engañar. Digan lo que digan, un mensaje en una botella siempre es una petición de auxilio. También entiendo que los mensajes no siempre lleguen a la orilla. Unos somos náufragos. Otros no. Es lo que hay.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Por una vez, noche buena.

No se puede entender, lo sé. Para los escépticos, la Nochebuena no tiene por qué ser un día distinto de cualquier otro. Pero lo es. Vaya que si lo es. No es que George y yo tuviéramos grandes tradiciones. Hay familias que cantan villancicos, que componen coplas, que salen a estallar petardos, que toman licor de madroño de esa botella que pasa 364 días sobre el frigorífico y que ya tiene una capa de grasa y polvo tan densa que es tradición hacer chascarrillos al respecto. Una botella que nunca se acaba porque de ella salen dos o tres chupitos en Navidad, y el resto del año coge pringue de fritanga, pues sólo tres de los cuarentones se atreven sin saber ni qué aspecto tiene un madroño. Tres valientes y la abuela, siempre la abuela, porque a las abuelas se la pela ponerse pedo o que les suba el azúcar o que el hígado se estremezca el día de Nochebuena porque ya lo tienen todo resentido y quieren ser parte de la noche porque quién sabe, podría ser la última noche en la que se reúnen todas las generaciones, la última noche de su vida, la última noche buena o mala o lo que sea. Y es tradición que ella cocine y que él corte la carne y que el abuelo diga que no le pongan vino y que la oveja negra de la familia se emborrache o se drogue o las dos cosas. Lo que sea para no sentirse sólo y diferente, ni tan oveja ni tan negra, entre la andanada de lugares comunes, dichos todos con amor y todos con cierta mala leche a un tiempo. Porque en Nochebuena se pueden doblar las reglas y la maldad se dice con bondad y el alcohol suelta las lenguas, pero también la melancolía y la agresividad y las penas más negras y se dicen muchas tonterías.
Esta Nochebuena no me dio la gana ir a por licores, no compré vinos, pasé del turrón, no me preocupé de marinar el asado. No por estar triste, ojo. Simplemente porque la Navidad es en uno por ciento obligación y en un noventa y nueve por ciento: ilusión. Hasta para los que creen no tenerla. Y no hay que ser muy pispa para saber que ilusión por celebrar la Nochebuena es lo que me falta. El nombre ya tiene tela: Nochebuena.  El listón está en lo más alto y no hemos empezado, así que el más mínimo fallo y la estás cagando. Puede que sólo la cagues contigo misma, es cierto, pero tú lo sabes y no te gusta. Así que yo sin vinos, ni licores, ni turrones que echarme a la cara porque quería boicotear la Navidad. Por supuesto, no compré el pavo que le gustaba a él, ni hice el relleno, ni la salsa, ni compré Struddel de frutas del bosque. Ya digo, por no tener no tenía ni vino. Mi madre se hizo cargo y, más o menos, se puso manos a la obra yendo al Carrefour. Como la cocina era mía pues encendí el horno y metí el ciervo en una olla de metal con una tapa estupenda que compré en Ikea hace años y que da un resultado cojonudo y ahí estuvo encerrado durante horas con sus patatitas y sus cebollitas y sin los acompañamientos de costumbre. Y como no tenía alcohol pero decidí que la mejor manera de pasar la noche era bebiendo, busqué algo, lo que fuera y encontré sobre el frigorífico una botella de Vodka de lujo que algún estudiante moscovita le había regalado a su queridísimo profesor alguna Navidad más alegre –con gruesa capa de grasa y polvo incluída- y para mezclar, como tampoco había comprado nada, pues me abrí un Bifrutas de los que se llevan los niños al cole y de pronto todos querían Vodka con Bifrutas. La idea no era jibarizarlo, al ciervo, pero sentí un placer sádico al saber que daba igual y que a pesar de que nuestra tradición es la perfección culinaria, este año no habría gourmets ni crítica y podíamos disfrutar de la risa y de una improvisación sin precedentes sin hacerle ni puto caso al bicho abatido a tiros que se encrespaba en el horno. Nadie se quejaría, nadie se quejó. A todos nos parecería bien la carne, saliera como saliese, porque pasar la noche juntos ya es bastante y por una vez no tenemos que agasajar a la cocinera. Porque nos falta uno, porque echamos cosas de menos y emociones de más y nos sentimos mejor sabiendo que George no se está perdiendo tradiciones ni liturgias de esas tan nuestras. Porque no está ya y si nos viera, vería cómo nos reímos a carcajadas cuando mi hermano, llevado por los efectos del alcohol o de las drogas, o de lo que sea que toma para sentirse integrado, nos preguntó en serio si sabíamos el calibre del arma que abatió al ciervo. Y se habría reído, si nos viera, -como el que más- cuando mi madre replicó que no se agobiara, que ninguno de los presentes estaba implicado en el asesinato. Y también le habría hecho gracia a George ver que por una vez, la Nochebuena es justo como a él le habría gustado que fuera tras dieciséis años de formar parte de la familia. “Anda, que haya tenido que morirme para que al fin esta familia se relaje”… diría si dijese algo. Porque por una vez, por primera vez, no estamos juntos, pero es Nochebuena, qué carajo.

viernes, 23 de diciembre de 2011

La música interior

Hay quien llora de alegría o llora de risa. Hay quien llora de pena, de emoción, de empatía y hay quien simplemente, quiere llorar y no llora. Esa soy yo. Desde hace días tengo la congoja metida en el cuerpo, el tan traído nudo en la garganta. Sé que necesito desahogarme y lo que es peor, quiero hacerlo, pero nada, que no viene el llanto liberador. Así que en busca de purgantes, reviso la colección de cedés. Pronto me hago con lo más melancólico, lo más romántico, lo más sentimental. Pongo música extrema: Bruce Springsteen “The River”, Simon y Garfunkel “Bridge over troubled waters”, Eva Cassidy “Songbird”, Carol King “You´ve got a friend”. Nada. Decido emplear tácticas más rastreras aún y coloco en el reproductor algo que no sabía ni que tenía: “Love Songs” de Paul Young. Me digo: con esto caigo, seguro. Es muy de los ochenta y la nostalgia adolescente vendrá de forma abrumadora. Casi logro hacer vibrar la cuerda de las lágrimas con una versión bastante aceptable de “Love Hurts”, pero es sólo un amago, no cae la lluvia. Saco una caja con fotos de George, de cuando nos conocimos, de joven, de niño. Grito pidiendo melancolía a todo pulmón. Nada sucede. Sin embargo, la congola ahí está, al borde del estómago, anunciándome su llegada. Decido dejarlo. Ya vendrá, me digo. Al final, todo llega. Quizá esta noche, con los fantasmas de la oscuridad. Olvidándome del asunto, me visto para el Festival de Navidad de los niños. Ese peñazo en el que te chupas dos horas de actuaciones de los hijos de los demás para ver dos minutos a tu retoño, que es el único que te importa. Me visto, me monto en la bici, me voy al cole, me adentro en la melé de padres para encontrar butaca. Logro pescar un asiento libre, me acomodo en un salón de actos a rebosar. Me quito el abrigo, me dispongo a esperar, hace calor… Y ahora ya sentada y tranquila empiezo a ver caras conocidas. Mientras los observo algo impaciente, los otros padres y madres me ignoran, pendientes como están de sus asuntos. Ellos preparan cámaras, comprueban baterías, buscan el encuadre, hay mujeres que dan instrucciones a maridos, estos responden con gestos de impaciencia; hay amigas que no paran de charlar a gritos, gesticulan entusiastas; otros sonríen por compromiso, como si disfrutaran de estar allí - igual disfrutan, bien por ellos- y hay bebés en brazos y profesoras maquilladas y vestidas como si fueran a beber cubatas –que a lo mejor han estado bebiendo cubatas- porque están exultantes, orgullosas de ser protagonistas, felices, llegan las vacaciones; y hay gente saludándose con la mano de esquina a esquina y besos en las mejillas y grupos agolpados en los pasillos… Así que es inevitable: de pronto me siento invisiblemente sola en aquel lugar abarrotado y a pesar de que no tengo la más mínima envidia, empieza una pachanguera canción de amor de los setenta y salen los niños a bailar y entonces irrumpe también la música interior: más intensa que Springsteen, Young, King, Cassidy, Waits o Cohen, más intensa que nada que jamás haya escuchado, y como si acabaran de transportarme a una secuencia de “Love Actually”, en el peor momento, de la peor manera, comienzo a llorar a lo Emma Thompson. Y mientras los niños saltan disfrazados con camisetas llenas de besos y corazones y los demás padres ríen, yo rebusco en el bolso tratando de encontrar un pañuelo de papel, sin compostura, inundándome con lágrimas tremendamente deseadas y catastróficamente inoportunas.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Libertad

Una de las cosas más desconcertantes de mi nueva situación –a la viudez me refiero- es el total desconocimiento de la persona que me devuelve el espejo. Cada vez que me miro en él veo a una mujer –bastante mona, he de decir- de la que sé muy poco. Es otro de mis contrasentidos. Cenando con un amigo me pregunta si soy así o asá y yo respondo. Al día siguiente me doy cuenta de que en todo momento yo le hablaba de alguien que pisó la tierra hace dieciséis años. La otra, la que vivía con George, la que estuvo todos esos años enamorada del mismo hombre, no existe ya. No está ni en mi cabeza, ni en mi cuerpo. No entiendo bien como es esto posible, pero lo es. Trato de rescatar pedazos de esa persona, no siempre con afán nostálgico, sobre todo con curiosidad científica, y a veces vienen elementos o costumbres que reconozco en mí, pero pocos. Lo mejor de todo es que no la echo de menos. La nueva, la actual, me gusta.
La nueva Lea escucha música sin preocuparse de la otra opinión. Pone la tele a ratitos sueltos y agradece que haya dejado de escupir ese jaleo deportivo que la obligaba a escapar de casa con los niños cada sábado. Toca la guitarra más que nunca y compone canciones a su manera. Escribe a todas horas y ve a quién quiere, come con quien quiere, sale, entra sin reportarse a nadie, sin explicar, sin comentar. Sí, creo que puedo acostumbrarme a esta nueva Lea y a su soledad siempre que tenga un amigo o una amiga a quiénes llamar cuando la cosa se pone fea.
La libertad es el bien más preciado del ser humano. Esto que cuento, lo de que dentro tengo una desconocida que está por salir a la luz se debe, sin ninguna duda, a los aires de libertad que respiro. Antes creía serlo (libre), pero no era así. Claro que no. Cuando vives con otra persona te amoldas a cientos de rutinas, miles de pejiguerías, detalles, pequeñeces sin importancia. Apenas te das cuenta, pero la otra persona invade tus actos, se va metiendo en tu sangre, mezcla tu voluntad con la suya, hace que pierdas átomos de libertad como neuronas que mueren o que quedan encerradas en cubículos de convivencia. Ahora soy consciente de que la libertad es maravillosa. Habrá quien diga: “Que me encarcelen pero que me devuelvan al hombre de mi vida”, vale, es entendible ese grito. El problema es que la muerte no hace devoluciones. ¿Qué nos queda? Libertad, que no es poco. Lo repito: el bien más preciado del individuo.
Se ha cerrado un eslabón de esta cadena. Se ha cerrado una vida y con ella, una de mis vidas. Se ha cerrado un paréntesis en una larga ecuación. No reniego de esos dieciséis años, no quiero que se malinterpreten mis palabras. Es sólo que la vida está hecha de sumas de momentos que toman su posición en una bella demostración matemática, la ecuación de la felicidad, una de esas bellezas numéricas que aúnan elementos de distintas ramas, como la fórmula de Euler. Para mí es un misterio esta fórmula, no sé matemáticas, pero confío ciegamente en su verdad. Confío y eso es más que un principio. Confío en la libertad. La libertad es más que un principio: la libertad es un camino.

martes, 20 de diciembre de 2011

¿Qué tendrá la noche?

¿Qué tendrá la noche? ¿Qué mecanismo o instinto animal hace caer las máscaras en la noche? ¿Es la propia noche una máscara de libertad? En la noche la vida asusta de frente. En la noche, las horas son más solas, más lentas, más densas. La noche invita a la introspección. En la noche de un maravilloso día feliz irrumpe la pena. La pena negra, se dice. Negra como la noche, claro. Es negra porque es de noche cuando se convierte en sufrimiento o al menos lo parece, que viene a ser lo mismo. Porque de noche afloran los instintos pero la lógica se pierde y todo parece insoportable o insuperable. De noche no tenemos el andamio humano que forman los otros -la estructura de sus miradas y sus juicios- en el que inconscientemente nos apoyamos siempre para no caer. De noche estamos solos, sin bastones. La noche es factor multiplicador de sentimientos. El día ilumina objetos y espíritus y hace desaparecer emociones. La luz las matiza, las suaviza, las mata a fogonazos. La noche destapa miedos, anhelos, inseguridades, frustraciones. El terror viene de noche en forma de pesadillas. En la noche nacen los monstruos. No hay licántropo de desayuno, vampiro de aperitivo o bruja de sobremesa. La noche es el hogar preferido de todo lo cuestionable. La maldad se expresa mejor de noche, ¿o quizá es que da más miedo de noche? Creo que la maldad diurna solamente cabrea, no necesariamente espanta. No es de día cuando el cerebro se engancha con un pensamiento y te obliga a pasar sobre él una y otra vez, como un endemoniado mantra, hasta que la mente lo convierte en una infranqueable barrera, porque es siempre de día cuando somos conscientes de que el problema realmente nunca fue para tanto. Las sombras de la  noche convierten una pequeña roca del camino en piedra de molino. El día trae soluciones, pues y la noche conflictos… pero también trae, ya digo, esa mágica caída de máscaras, andamios y bastones. En la noche todos los disfraces conscientes o inconscientes que durante el día nos ponemos para relacionarnos con los demás se largan y la oscuridad se convierte en la genial armadura que nos ceñimos para sentirnos cómodos, para ser sinceros, para buscar lo esencial de la vida. Nos envolvemos en la capa de la noche para, llenos de esperanza, salir a cazar un poco de amor. Eros yace con Psique de noche. Envuelto en la oscuridad no muestra su rostro. Una gota de aceite de la dichosa lámpara estropea su amor. Trae risas sobre un gin-tonic, la noche, y coqueteos sin tapujos y música y sexo, sexo bueno sin amor, sexo no tan bueno con amor, amor con buen sexo, sólo sexo, sexo bandido, besos y risas sin sexo. Sexo honesto. Bebemos la esencia de las emociones y nos embriagamos de noche para sentir que realmente estamos vivos.
Me gusta la noche, su honestidad. La verdad que brinda y que borra el extrovertido día, luminosamente falso y abatidor de ilusiones. La literatura, la buena, la escribo de noche. Porque de día vuelven las otras máscaras, las que no me gustan, las múltiples, las que me esconden de mí misma, esos andamios en los que tiendo a apoyarme tapando tontamente la catedral de mi verdadero ser y de pronto desaparece ese amor y ese sexo y esos anhelos al volver la luz, como si todo aquello que realmente toca el alma fuera un magnífico sueño del que hay que despertar. Qué desgraciado es el día. El día trae decepciones. No quiero dejar de vivir el sueño. No quiero máscaras. La oscuridad me brinda lágrimas, desesperación y luchas internas y sentimientos profundos, elegantes y complejos. Los días no. Mis días no son malos. No, no es que sean malos. Es que mis días son pálidos reflejos de mis noches.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Lágrimas Buenas

A veces empiezo a llorar y me doy cuenta de que no lloro por mí, no lloro por mis hijos. No lloro de tristeza o dolor. Debe ser que sale ahora la pena que no sentí al verle sufrir con el cáncer, al recordar su expresión cuando pensaba que sus niños iban a quedarse sin padre. Lloro lágrimas buenas al revivir esa mirada resignada. Al recordar esos grandes ojos como mares pacíficos llenos de emoción. Ese gesto de agradecimiento y de admiración y de entrega total. No son lágrimas trágicas. Son grandes como perlas, densas, pesadas lágrimas, un embalse de melancolía. Me dicen: es bueno llorar. Sí, debe de serlo porque me gusta, pero me gustaría más no llorar con tanta soledad. Además este llanto, no sé cómo llamarlo… retroactivo, me desconcierta.  Alguien me decía hoy que quizá sean las penas que no lloré durante la lucha, que como no podía llorar delante de él… Es verdad no podía, las lágrimas no venían. Seguro que era mi fortaleza la que las detenía porque no recuerdo haber contenido el llanto yo sola. La fortaleza lo hacía. Me evitaba el sentimiento. La cabeza rige las emociones, las reprime. La fortaleza las ata y amordaza en alguna parte. Me pregunto hasta qué punto las sigue atando. Me preguntó si debería dejar que mi fortaleza se tomara un respiro. Me pregunto si cada vez que me libere un poco también lloraré un poco más. Si esto fuese cierto, se produciría otra de mis excéntricas ironías: cuanto mejor esté más voy a llorar. Entonces, sí, cada día estoy mejor porque cada día lloro más y mejor. Bien. Me gustan las ironías. Me pregunto si pronto dejaré de escribir páginas como esta y siento nostalgia de algo que aún no ha sucedido. Me gusta escribir páginas como esta. Eso y otras cosas me pregunto. Me pregunto tantas cosas.... Como por ejemplo si algún día volverá a haber alguien que me quiera con tanta dedicación, que encuentre simpáticas mis rarezas y mis obsesiones y aprenda a necesitarlas y que me haga reír, sí, sobre todo que me haga reír, a ser posible a carcajadas y que sólo me haga llorar lo justo, o que al menos, caso de que me haga llorar… me haga llorar lágrimas buenas.

jueves, 15 de diciembre de 2011

¿Papeles? ¿Qué papeles?

Papeles… ¿Papeles, y qué papeles puedes estar haciendo a estas alturas? Me dijo hoy un amigo. Le miré, me encogí de hombros y salí por la tangente, pero ahora sé lo que debería haberle dicho.
Algo que nadie imagina, ni puede llegar a entrever es la montaña de papel que el mundo te tira encima cuando te quedas viuda. Aún teniendo “todos los asuntos en orden”, como suele decirse, la burocracia tiene más tentáculos y ramificaciones aún que el propio cáncer. Trepa por mi vida como una hiedra venenosa fuera de control. Formulario de viudedad español, formulario de viudedad francés, italiano, suizo, inglés, de orfandad, Child Support, cambios de titularidad: agua, luz, teléfono. Hacienda que decide investigarme –esto sin venir a cuento de nada-. Crisis. Lo pongo en manos de una gestoría. ¿Por qué tuvo este hombre que ser tan condenadamente cosmopolita? Cambio de nombre del gas, agua, seguro de la casa, licencia de televisión y luz en Inglaterra, abre una cuenta corriente en el otro país sin salir de casa para pagar todo eso, los suizos que escriben, que mandan un tocho en alemán, búscate una amiga que hable alemán, pide un favor, deja el formulario dormir, los franceses que no dicen ni pío, los ingleses que piden los pasaportes de los niños para cotejarlos con quién sabe qué. Yo que los mando sabiendo que se van a perder en el correo pero también sabiendo que si no los mando, me quedo sin doscientos euros al mes y sin pensión de viudedad (inglesa). La amiga pescada a traición me pasa el formulario traducido del alemán. Llegan emails de los abogados del otro lado del canal. Quieren cobrar un pastizal por gestionar las cosas de allí. Vuelvo a correos, mando la carta con los pasaportes. Escribo una carta a los suizos pidiéndoles que por favor manden las cotizaciones de mi marido a determinado número de fax de ya no sé qué otro país, la traduzco con Google y allá se las entiendan con la gramática parda de Internet. Mi cuñado me ayudará con lo de Inglaterra. Mando a paseo a los abogados. He de rellenar dos cuestionarios impenetrables para Her Majesty Customs and Tax office. Los italianos me piden tres años de certificados de hacienda y que rellene tres formularios más. No puedo mandar los certificados porque como ya digo, hacienda ha decidido investigarme precisamente este año, y cuando estás siendo investigado no te certifican ni los buenos días. La impresora se niega a funcionar. Relleno tutti los formularios, los meto en una carpeta que reza “Italia” y los pongo a dormir en un maletín que deseo tirar al mar. Miro por la ventana: no hay mar. Llamo a Movistar. Tras veinte minutos de escuchar una canción de la que sólo saco en claro el estribillo: I am Happy, la chica me dice: como compró el móvil en un centro comercial tiene que mandar una carta a… Lo sé, lo sé. Si esta pobre supiera la de cartas que he mandado, la de cartas que quedan por mandar, trato de explicarle, busco compasión: Por favor, es que mi marido se ha muerto hace un mes y no puedo más, le suplico que hable con un supervisor, con quien sea, yo no puedo mandar más cartas, no puedo. Es que a mí me da igual el motivo, me suelta en tono realmente borde. Paso de la pena a la indignación: ya, pues a mí no me da igual así que no sólo voy a dar de baja el móvil de mi marido, también mi Iphone y mi ADSL y mi llamada a tres a cinco y a dos manos y en espera, como la línea es es mía pues me voy con mi música a otra parte. Muy bien, me responde airada: ¿Quiere que la de de baja de todo? Yo la doy de baja. Dígame su DNI. Se lo digo. Estoy decidida. Me da todo igual. Que me cancele. Que nos cancele a todos. Que me borre de la lista. Me desapunto. Todo con tal de no mandar la puñetera carta. La chica consulta algo y triunfante responde: Pues como usted también dio de alta la línea en un centro comercial, tiene que mandar una carta. Echó una carcajada así como malévola o me imaginé que la echaba y le dije que estupendo y colgué sabiendo que no voy a mandar esa carta, porque no puedo mandar esa carta, porque no estoy nada Happy.
Y cada vez que abro el buzón me estremezco como si dentro anidasen las serpientes, pero le echo ganas y ahí está la carta que mandan los ingleses devolviendo los pasaportes de los niños, y como era de esperar, el sobre está rasgado, pegoteado con celo. Los pasaportes han desaparecido y me imagino una red de pederastas secuestrando a dos niños rubios con los documentos de identidad de mis hijos y me pregunto si ir a la Guardia Civil como es mi deber o esperar, porque si cancelo los pasaportes y luego aparecen me daré de cabezazos contra la pared porque no son pasaportes cualquiera, no, son pasaportes británicos y para sacar unos nuevos hay que rellenar al menos cuatro formularios, ir a la embajada, pagar trescientos euros y rezar porque cuando te los manden a casa no se pierdan en el correo…
En un momento de debilidad, escribo la carta a Movistar sabiendo que me contestarán que no la he escrito como es debido y abro el “nido de serpientes” y recibo otra misiva satánica del plan de pensiones de los profesores ingleses, que me contestan que en el certificado de defunción no pone la causa de la muerte y que tengo que conseguir un informe médico con la causa y mandárselo –por carta- y busco algo entre el historial médico de mi marido –mal rollo-, lo que sea, con el corazón encogido por las palabras “metástasis”, “carcinomatosis”, y encuentro, sí, el resguardo de la médico de urgencias que vino a certificar la muerte y leo la tan traída causa de la muerte: “insuficiencia respiratoria”. Sin poder evitarlo, revivo la peor escena mientras escribo y meto el papel en un sobre y oigo a George tratar de llenar de aire sus pulmones inútilmente.
Mi prima Virginia, que de esto sabe mucho, me dijo: “no pasas página hasta que no acabas con la burocracia”. Es cierto, pero también es cierto lo que me dijo otra amiga: “date un respiro. Olvídate de todo eso hasta el Año Nuevo”. Quiero hacerlo, quiero relativizar las cosas y respiro hondo y me digo que para eso pueden servirme las navidades, para darme el tal respiro y que todo tiene solución, que es lento, frustrante, pero que poco a poco, como en un goteo, irán llegando los papeles que completan los distintos puzles multilingües y trato de seguir cuerda en este mundo de chiflados y consigo no estallar cuando alguien me dice: ¿Papeles, y qué papeles puedes estar haciendo a estas alturas?

EXPERIENCIAS COMUNES

Hoy me toca a mí presentarme, soy Virginia la prima de Lea. Yo hace ya 12 años que me quedé viuda, mi marido murió de un infarto durante la noche y aunque 10 años antes le había dado un ataque al corazón y seguía con sus revisiones, a mí, su muerte,  me cogió totalmente por sorpresa. Mis hijos eran pequeños, Virginia la mayor seis. Enrique había celebrado su quinto cumpleaños la tarde anterior.
Ahora que Lea también ha tenido una experiencia similar a la que tuve yo hace años, le comenté mi necesidad de compartir con otras mujeres mi experiencia, mis sentimientos y todo lo vivido posteriormente. 
Al hablar con ella comprendí que aunque las muertes de nuestros maridos fueron muy diferentes, las sensaciones que nos han quedado a las dos han sido idénticas. Eso nos ha animado más a expresarlas para que otras mujeres que se sientan igual puedan acercarse, consolarse, hablar, compartir, qué se yo. Mujeres que quieran seguir adelante, que se sientan felices de haber tenido la oportunidad de haber vivido, compartido con sus parejas una experiencia tan especial y tan cercana al alma... Porque quizá sólo quién haya vivido algo similar puede entender que tanto a Lea como ha mi se nos ha abierto el espíritu, se nos han caído muchas barreras mentales y nos sentimos ¡¡más listas y capaces!! ... Este es el espíritu que queremos transmitir, compartir y contagiar: sacar todo lo bueno que hay en una experiencia traumática, profunda y dolorosa. Porque lo hay. Más de lo que yo nunca pude llegar a imaginar. Ayer  un amigo me  escribió esta frase anónima que me parece ilustra perfectamente lo que quiero decir... “en los dolores del parto no somos conscientes de la belleza y el milagro de la vida”.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Génesis de quimeras.

Enciendo la tele. Hablan de un matemático nacido en 1912 y muerto en 1954. Me interesa el documental porque inesperadamente me siento identificada con el protagonista de la narración. Es Alan Turing, quien después de la guerra (la segunda) imagina la computadora o especula con la inteligencia artificial –quizá el primero en preguntarse si acaso los androides sueñan con ovejas eléctricas-. Turing es el científico que le aguó la fiesta a los nazis logrando descifrar a golpe de lápiz y papel el impenetrable código de la máquina Enigma. Ya al final de su carrera, sería pionero de la biomatemática -¿Cómo no iba a sentirse irremediablemente atraído por las repeticiones en la naturaleza de la sucesión de Fibonacci? ¿Por la sublime belleza matemática de la flor de la alcachofa? ¿Por la perfecta serie de la disposición de las hojas de una acacia?
Alan Turing era excepcional, pero a pesar de tener una mente brillante, sus esfuerzos en el colegio dejaban mucho que desear. No tenía gran interés por nada e incluso es más que probable que su talento se hubiera echado a perder por completo si su inseparable amigo de adolescencia, Christopher, su luz, su razón para deslumbrar convirtiéndose en espejo de esa misma luz, no hubiera muerto de tuberculosis. Alan Turing estaba plenamente enamorado de él y tras su desaparición trata por todos los medios de sentirse cerca de Christopher, de hacer que allá donde esté –aunque bien sospecha él que no está en ninguna parte- le siga mirando con la admiración de un amor sin condiciones. De alguna manera cubre su ausencia sintiéndose poseído por la personalidad del que se ha marchado. Sé que esto es así. A mí me pasa. Inevitablemente tratamos de completar el espacio que ha dejado la otra persona y hacemos las cosas mejor. Al menos yo las hago mejor, con renovado orgullo, renovada vitalidad.
La búsqueda de un imposible –hablo ahora de Turing de nuevo, pero también un poco de mí- y su nueva visión más clara e incluso artística de la vida, le empuja perseguir quimeras, como investigar si quizá la esencia del ser humano puede recrearse con una máquina (semilla de la Inteligencia Artificial). El dolor y esa claridad mental que da la muerte de un ser tan querido le otorga la inspiración y el empuje para convertirse en un matemático genial. Un científico con una desbordante imaginación, un poder de observación y un pensamiento paralelo que le saca de la norma y que le hace suponer, inventar y teorizar sobre las bases de lo que es hoy esencia y continente de la existencia moderna: los ordenadores. La muerte de Christopher enfocó su cerebro, le dio color a su vida, le dio mucho dolor pero le ganó para el mundo haciendole refulgir.

martes, 13 de diciembre de 2011

¿NOS CUENTAS EL CUENTO DE COMO MURIÓ PAPÁ?

Hablo con mi prima Virginia. Queremos organizar juntas algo para ayudar a otras viudas jóvenes a superar lo que nos ha tocado, encontrar una segunda oportunidad, saborear la vida, ser. Mi marido murió hace algo más de un mes. Tengo cuarenta y un años. Virginia se quedó viuda con treinta y cuatro. Yo tengo dos niños, uno de dos años y medio y otro de cuatro. Los hijos de Virginia, tenían pocos años más cuando murió su padre.
George, mi marido, murió de cáncer. La enfermedad fue muy larga y me dio tiempo a hacerme a la idea. No ha sido algo repentino, pero aún así, se pasa mal. Se pasa muy mal. Hay días horribles. Aunque suene a contrasentido, trato de disfrutar de esos días también. Cada mañana intento ver lo que me toca vivir como algo positivo, una magnífica lección de la vida. He aprendido a escuchar mis sentimientos. Escribo -porque soy escritora y es con lo que más disfruto- y también para estar acompañada y entender mejor lo que sucede dentro y fuera de mí.
También Michael y Richard, mis hijos, están sufriendo. Días buenos y días malos. El sábado fue un buen día casi todo el día. Lo que los niños tenían el viernes de acatarrados, el sábado lo tuvieron de contentos porque mis primas y mi primo vinieron a comer con sus hijos, maridos y mujer. Los niños lo pasaron en grande. Yo también. Pero cuando la casa se queda vacía, el silencio duele mucho más. Hoy me di cuenta de que para mí y también para los niños. Cuando se fueron mis primas, antes de acostarse, Michael me preguntó:
-Mamá. ¿Por qué ha tenido que irse Papá?
Su gesto me hizo entender que no esperaba respuesta. Cuatro años y ya hace preguntas retóricas.
-¿Estás triste?
-Sí.
Se echó a llorar y buscó un abrazo. No es difícil que todo lo que construyo con cuidado, con mimo durante días, se venga abajo. Solo se puede hacer una cosa. Tener paciencia.

Ayer, Michael, de camino a casa desde el cole, le dijo a Lili (la chica que le cuida):
-¿Sabes qué, Lili?
-Qué.
-Que mamá está triste porque papá se ha muerto.
Evidentemente yo a veces estoy triste, pero el niño no habla de mí. Habla de sí mismo.
Así que lo mejor en estos casos es coger el toro por los cuernos. Después del baño de todas las noches les pregunté a mis hijos si querían que les contara una historia de papá antes de irse a dormir. Los dos dijeron felices:
-¡¡Siiiiiii!!
Cuando nos sentamos en la cama, como todas las noches, mi hijo mayor me pregunta:
-¿Vas a contarnos el cuento de cómo se murió papá?
-¿Queréis ese cuento?- dije con muy pocas ganas de contárselo y rememorar algo que duele. Mi intención era más la de contarles alguna anécdota de su padre, no la historia de su muerte. Pero ambos dijeron:
-¡¡Siiiii!! ¡¡El cuento de cómo murió papá!
-Y el de su enfermedad- añadió Michael.  Respiré hondo y se lo conté. El cuento les vino bien. Me vino muy bien a mí también. Este es el cuento:
“Michael y Richard no podían dormir así que le pidieron a Lea, su mamá, que les contase el cuento de cómo murió papá. La mamá sonrió y sentándose en la cama puso a un niño encima de cada una de sus piernas.
-Había una vez –les dijo- un señor que se llamaba George. George era muy alto, muy alto, muy bueno y muy fuerte. Podría haber sido papá hace tiempo, pero vivía muy cómodamente con su mujer, Lea.  Los dos tenían una casa muy bonita y no echaban de menos tener niños.
Un día George se sintió mal y se fue a ver al médico. Le hicieron unas pruebas y vieron que tenía cáncer.
El cáncer es una enfermedad que empieza en un sitio del cuerpo, un órgano, como los pulmones, o el hígado, o la próstata. Muchas veces se cura, pero otras muchas no. Así que a veces, el cáncer estropea esa parte del cuerpo y luego también estropea todo lo demás. Cuando a George le dijeron que su cáncer no era de los que se curan, decidió que iba a hacer todo lo posible por vivir lo mejor que pudiera el tiempo que le quedaba y le dijo a Lea, su mujer, que ahora sí que quería tener hijos.
George y Lea tuvieron dos niños, Michael y Richard. Les cuidaban, les querían y los niños fueron creciendo mientras George iba de cuando en cuando al hospital a que le dieran medicinas para que el cáncer fuese más despacio. Pero un día, cuando sus niños todavía eran pequeñitos, el médico le dijo a George que su enfermedad estaba ya muy avanzada y que pronto se iba a morir. Ya no había medicina suficientemente fuerte en la tienda para él.
A George le dio mucha pena pero entonces miró a sus niños y lo que vio le hizo mucha gracia: se dio cuenta de que Richard tenía sus orejas, Michael tenía su sonrisa, Richard tenía sus ojos, Michael tenía su nariz, Richard tenía sus andares y Michael su sentido del humor. Sonrió y les besó.
Lea se despidió de George y él, contento por saber que su familia iba a estar bien, cerró los ojos y se quedó como dormido. Su cuerpo había dejado de funcionar y había muerto.
Luego, se llevaron ese cuerpo que ya no servía y lo metieron en una chimenea muy grande, donde lo hicieron cenizas. Unas cenizas finitas y suaves. Lea pidió que le dieran las cenizas.
Pero al cabo de unos días, los niños sintieron mucha pena por no ver a papá y Michael y Richard le preguntaron a su mamá dónde estaba. Lea les dijo:
-Papá ya no está pero un poquito de papá está en las orejas de Richard, en la sonrisa de Michael, en los ojos de Richard, en la nariz de Michael, en los andares de Richard y en el sentido del humor de Michael. Papá está en todas las cosas que le gustaban, en la música que escuchaba, en los libros que leyó y que yo os leeré a vosotros, en las canciones que os cantaba y que yo os seguiré cantando y en las cosas que nos enseñó a todos. Papá está en nosotros y aunque su cuerpo ya no esté, siempre que os miréis el uno al otro o que os miréis en el espejo, veréis un poquito de él.
Michael miró a Richard y sonrió al ver un poquito de su papá en las orejas de su hermano, Richard acarició la nariz de Michael y eso le hizo mucha gracia, porque vio un poquito de su papá en él. Michael hizo una broma, como las que hacía papá y los dos se echaron a reír.
Cuando Lea acabó la historia, les dio un beso de buenas noches. Se quedaron dormidos y soñaron con papá. Soñaron que aunque su cuerpo ya no estaba, siempre les cuidaría gracias a que ellos tenían sus orejas, su sonrisa, sus andares, su sentido del humor y también, gracias a que algún día serían tan altos, tan altos, tan altos y tan fuertes como lo era él."

-¿Y qué vamos a hacer con las cenizas de papá?- me preguntó Michael cuando acabé la historia.
-Las vamos a esparcir en Inglaterra, en su lugar favorito.
-¿Y yo las puedo tocar?
-¿Quieres ayudarme a hacerlo?
-Sí.
-Sííí- grito también el pequeño-
-Vale. Los dos me ayudaréis a esparcir las cenizas de papá.
Y lo harán. El verano que viene. Cuando vayamos de vacaciones a Inglaterra.