“Tienes que aprender a disfrutar de la incertidumbre”. La primera vez que
escuché la frase, me sonó bien. Un práctico consejo, me dije. Fue una moraleja
de esas que te da alguien que medita mucho, que sabe de energías vitales. La
misma persona me dio otra máxima: escucha a tu cuerpo. No luches contra los
síntomas de estrés, de pena o de salir corriendo. Presta atención a respiraciones,
estremecimientos, sonrojos o carnes de gallina. Lo interpreté como no darme de
leches contra los instintos.
Comencé analizando el asunto de la incertidumbre que es lo que más empañaba
mi vida en ese momento (seis meses después de la muerte de mi marido). La
incertidumbre de no ser capaz de escoger planes de vida en soledad o de abrir
la puerta correcta. ¿Vendo la casa de Inglaterra o realmente me gusta ir allí?
¿Busco trabajo o es pronto para enfrentarme al mundo laboral? ¿Me pongo a ligar
o los hombres me harán daño? ¿Con qué me quedo de la vida que tenía cuando
formaba una pareja? ¿Qué nuevos intereses debo abrazar y cuáles son simples
fases de una mujer insegura por las circunstancias? Puf, cuánta incertidumbre.
No entendía como podría deleitarme el no saber si acabaría el día riendo o
llorando, abrazada a un amigo o sola –incapaz a veces de ponerme a leer,
escuchar música o estar conmigo misma en una habitación cual adolescente
atormentada-. Hice lo posible por disfrutar de esto de no saber qué va a pasar
mañana. Pero no, no rulaba la cosa. El problema estaba en la cantidad ingente
de incertidumbre que me rodeaba. Era absurdo tratar de disfrutar de algo que me
ahogaba. Pensé que era un mal consejo para una viuda reciente. Las viudas
recientes, o al menos las que son jóvenes como yo pero han compartido más de
media vida con otra persona están al baño María de la incertidumbre. Una
incertidumbre abrasadora, aterradora, envolvente. Eso no hay Dios que lo
disfrute. No al principio. Ahora, ocho meses después de la muerte de George,
poco a poco y a su compás, van desapareciendo los deshojes de margaritas y el
tiempo pone en su lugar a la incertidumbre y una empieza a controlar, si no las
emociones, el daño que los interrogantes causan en la autoestima.
Ahora pienso que el verdadero consejo en realidad fue: aférrate a las certidumbres.
Agárrate a aquello que está claro y aclara lo que no lo está y si no
eres capaz de aclararlo, evita enfrentarte de momento al problema y mira bien qué
necesitas realmente y qué no y sí, siempre escucha a tu cuerpo.
¿Qué me apetece hacer? ¿Con qué se me acelera el corazón? ¿Qué cura mis
sentimientos negros? ¿Qué me late? Que dicen bellísimamente en México.
Me late salir con amigas. Me late quedar a cenar con un compañero de
antaño. Mi cuerpo me pide mandar emails a personas del pasado. Mi cuerpo me dice
que exprese en público lo que siento con este blog. El corazón me dice que
trabe amistad con conocidos fugaces. Me pide hacer todo aquello que me suba la
moral. Me late pedir abrazos. Abrazos a mansalva. Abrazos y más abrazos.
Necesito abrazos. Mi cuerpo me pide decirle a una compañera que hoy viene muy
guapa a trabajar. Obedezco a mi cuerpo y recibo sonrisas, buenas palabras,
alegría, sexo y felicidad. Me late poner buen ambiente en mi vida. Hay buen
ambiente. ¿Cómo estoy yo? Bien porque me apetece llorar todo el rato y le doy
gusto al cuerpo: lloro sin sentir tristeza y lloro porque me late.
¿Y qué más? Algo que no puedo controlar. Me late buscar de nuevo el amor de
un hombre. No sé si porque es la droga que le falta a mi pedigüeño cuerpo.
Curioso que no eche de menos la nicotina a la que estuvo acostumbrado durante
treinta años y lo que más eche de menos sea el amor. Quizá porque en su
experiencia mi cuerpo sabe que el tabaco mata y el amor alarga la vida. Así, me
pide abrazar, besar, entregarme, querer, buscar y dar... y que sea recíproco,
claro. Me siento como el príncipe de la Cenicienta, que zapato en mano, recorre el reino. Mi zapato es la seguridad de que el amor existe. Lo he tenido. Lo he
perdido. Está el hueco. La horma quedó permanentemente grabada en mi corazón.
Sabiendo esto, ahora no le tengo ningún miedo a lo que está por venir porque
me siento como la que fue náufraga pero ha encontrado un barco robusto para
navegar sola entre las olas de la inseguridad.
Me aferro a la horma del amor y me hago a la mar y me olvido firmemente de
los inciertos futuros hasta que sea mi presente.