miércoles, 19 de septiembre de 2012

LA VUELTA AL COLE

Mis prioridades han cambiado. Mi mundo interior es otro. Mi necesidad de sinceridad, candidez y falta de doblez me hacen volver a casa de la reunión del colegio verdaderamente cabreada.
-Cariño, ¿a ti te gusta ir al colegio?- le pregunto a mi hijo de cinco años.
Lo piensa unos segundos y enseguida mueve la cabeza de lado a lado.
-No porque tengo que hacer muchas fichas que son un rollazo.
Mi hijo no me puede hacer la misma pregunta. Yo tengo la suerte de haber dejado el colegio hace muchos, muchos años. Soy libre. Pero a la misma pregunta yo no contestaría que no. Contestaría que no sólo no me gusta el colegio sino que lo odio.
¿Por qué odio el colegio?
Porque he de decirle a mis hijos que respeten a sus profesores, que obedezcan todo lo que dicen, que ellos son la autoridad a pesar de que la autoridad se la gana uno a base de respeto y admiración y de hacer las cosas bien. Odio el colegio porque debo mandar a mis hijos al colegio a pesar de que no creo lo más mínimo en la calidad de los conocimientos que puedan recibir allí. Odio el colegio porque no creo en la bondad para el espíritu de un lugar al que los niños de ayer, de hoy y de mañana no soportan ir.
Odio el colegio porque rodeada de las gentes de colegio, las madres, los padres, los profesores, debo ser políticamente correcta y no decir lo que pienso del colegio. Porque no debe ocurrírseme la locura de decir que no creo en el modelo de educación que debemos tragarnos. Porque decir eso es como cuando se me ocurrió decirle a una amiguita con siete años que no creía en Dios y se corrió la voz y el resto de amiguitas me martirizaron en el patio del colegio. Ya soy mayor. Ya soy libre. A la mierda con ser políticamente correcto. El colegio es un espanto y no creo en Dios.
Odio el colegio porque el colegio recompensa el esfuerzo y nunca enseña a hacer las cosas sin esfuerzo. Aquel que no necesita esforzarse es despreciado, a pesar de que su falta de esfuerzo debiera provocar admiración. El colegio es el antídoto del entusiasmo, el polo opuesto a la ilusión, el lugar donde se mata la adrenalina para hacer cosas constructivas y se solivianta la adrenalina de “saltemos sobre las mesas, llamemos la atención, volvamos loca a la profesora en venganza por este coñazo que debemos soportar”. Odio el colegio porque el colegio trata de obligarme a ser hipócrita. No seré hipócrita. Como madre de escolares soy una oveja negra . Soy Lea la cándida. La que no soporta una mentira más.
Odio el colegio porque he de decirle a mis hijos que al colegio se va a aprender cuando la realidad es que al colegio van sobre todo a desaprender lo que ya sabían pues el colegio es ese sitio en el que todo se reduce al mínimo común denominador. El lugar en el que se le habla a los escolares como si fueran niños de tres años aunque tengan diez mientras en casa se les habla como si tuvieran veintiocho aunque tengan cinco. El colegio es el lugar donde mis hijos dejan de ser personas para convertirse en animales en compañía de otros niños que también se convierten en animales y se les enjaula y se pretende que colaboren con los carceleros. El colegio es el sitio en el que lo único que se hace a la medida de los niños son las sillas y las mesas y los váteres. Todo lo demás, a la medida de los padres y los profesores.
El colegio es ese espacio supuestamente sagrado donde se practican liturgias en lugar de enseñanzas. El colegio es donde a menudo termina importando más que se haga la fila a hablar diez minutos de porqué misterioso milagro brilla el sol cada día de nuestras vidas. Donde estorba el exceso de conocimientos, imaginación o personalidad de un niño y se agradece la simplicidad, la borreguería y la nada más absoluta porque la nada es inmensamente llevadera. En el colegio no hay metáforas pero se memorizan metáforas. Se explican las metáforas pero no se practican. En el colegio no se vive lo que se predica. Odio el colegio porque en él se exige a los alumnos en proporcionalidad inversa a lo que se exige a los profesores. En el colegio, un profesor brillante es la excepción. Los alumnos odian al alumno brillante pero al menos le copian. Los profesores odian a sus colegas brillantes pero nunca les quieren copiar. Sí. Todos recordamos el nombre de aquel profesor brillante de nuestra más temprana etapa de escolares. Ese. El único. La mía fue doña Covadonga.
En el colegio se uniforma y se obliga a vestir a los niños con pantalones oscuros de ejecutivo y polo de deportista como reflejo simbólico de la esquizofrenia de su ética. El colegio es el lugar donde se predica la diversidad y se practica la sistemática eliminación de la diversidad. Lo repito: el lugar donde no se enseña con el ejemplo. Donde las carcajadas a destiempo son recibidas con impaciencia cuando las carcajadas siempre deben arrancar cuando menos sonrisas, donde se detiene la vida y como en una burbuja de irrealidad sólo importa hacer listas de cosas que siempre quedan por hacer.
El colegio es el lugar donde se tardan dieciséis años en aprender lo que podría aprenderse en siete. El colegio es una loa a la repetición, una eterna cantinela. Machado ironizaba al sugerir que la monotonía estaba tras los cristales cuando la monotonía está siempre del cristal hacia adentro.  Mil veces ciento, cien mil, mil veces mil, un millón. Y una vez y otra y otra el niño hará la té y la í, y cruzará la té y podrá el punto sobre la i eternamente por siempre jamás. El colegio es la rutina desde cuyas ventanas vemos cosas anodinas que nos resultan tremendamente apetecibles. El reo, el león o el loco ven maravillados una mosca volar desde sus respectivas jaulas. El colegio es el lugar donde la historia comienza con el hombre de las cavernas e indefectiblemente acaba antes de la segunda guerra mundial.  Ultima lección misteriosa del libro que siempre nos quedaba por aprender.
El colegio es el laberinto silencioso e indeleble del que millones de ratones de laboratorio/personas no logran salir jamás pues ignoran que estas prácticas de secta han capado su creatividad. Si, el colegio deja en millones de almas su marca de falsedad, esquizofrenia y mediocridad. En el colegio se interioriza que ser demasiado ingenioso es un vicio, que romper filas es ¡¡Malo!! Que hay que hacer las cosas porque sí. Que no se debe exigir al profesor lo que a uno mismo. Que la libertad y el libertinaje encajan en la misma frase dicha con indignación por uno que no sabe hacerse respetar. ¿Y por qué no sabe? Quizá confunde el continente con la parte o el todo con el contenido. Otra frase refugio y cajón de sastre para todo tipo de fracasos: "nosotros no educamos, enseñamos". Frase que más de uno cree haber leído en el convenio colectivo de los trabajadores de la enseñanza. Pues no, señores. Todos enseñamos. Todos educamos. Todos estamos en la vida. ¿O no estamos? ¿Estamos muertos? ¿Estamos dormidos? ¿Estamos sólo hasta dónde nos pagan? ¿Dónde estamos?
Sí, odio el colegio porque los profesores no pueden dar libertad. Porque la libertad del hombre está en rechazar lo pequeño y aspirar a lo grande. En saber razonar. En aprender a pensar. En no darse con los problemas de frente sino mirarlos de lado, por arriba, por abajo, de perfil. En conocer lo que de verdad importa. Porque si su madre no les cuenta estas cosas a sus hijos, en el colegio no se lo van a enseñar pero es que si se lo cuenta, en el colegio se lo van a desaprender.
Odio el colegio porque todo lo demás ha avanzado. Los niños celebran cumpleaños en piscinas de bolas, centros de ocio, cines en tres dimensiones mientras nosotros nos apiñábamos en el diminuto piso del amiguito en cuestión con unas fantas y unas patatas. No, en lo que respecta a los niños todo ha avanzado excepto el colegio, que se disfraza de modernidad con su piscina olímpica, con kilómetros de patios y canchas y pizarras electrónicas. Pero mi hijo y sus amigos se abuuuurren porque en clase hacen unas fichas en las que hay que repetir -digamos que hablo de la T- la misma letra veinticinco veces y saltan como monos en clase y sus profesores nos recriminan que saltan como monos en clase. ¡Que salten que es su forma de hacer un piquete, que salten, que es su forma de indignarse, que salten que es su forma de decir "me abuuuurro"! ¡El que no salte no es Español!
A veces mi hijo trae la ya mencionada ficha sin hacer a casa. La ultima vez fueron dos. Una visión espeluznante de un ejército de sietes y otra no menos aterradora de un batallón de letras té. Recordé los cuadernos Rubio de mi infancia. El colegio se disfraza pero es el mismo. Han pasado más de treinta años y es el mismo. Hoy me recomendaron los cuadernos Rubio para que mi hijo practique en casa haciendo deberes. Tiene cinco años y debe trasladar el mismo colegio de mi infancia al hogar para aprender a cruzar los palitos de la té. Este Borg trata de asimilarnos, que diría un miembro de la federación de planetas. Dios mío, ¡ejércitos de sietes y de tés con sus cruces como infatigables penitentes, cruzados medievales, soldados con fusiles, cristos crucificados! ¡Salta, hijo, salta! ¡El que no salta no quiere vivir!
El colegio es el lugar donde se confunde la igualdad con ser iguales. Es el lugar donde más se miente de la tierra y que es objeto de más alabanzas y pretendida admiración en público y de las más terribles críticas en privado. Que magnitud de hipocresía. En el colegio se confunde un aberrante microcosmos con la realidad del mundo. Sí, ahora es la parte por el todo. El lugar en el que más se miente sin saber que se miente -¿el contenido por el continente?- 
Bueno voy a ser justa… puede que se mienta algo menos que en la cárcel, pero no mucho menos y nadie alaba la cárcel como algo bueno y útil sino como un mal necesario. El colegio es el lugar donde media reunión de padres la pasamos hablando de lo terrible que es que los niños digan palabrotas como si eso tuviera la más mínima importancia.
El colegio es un invento necesario que se ha quedado obsoleto. Hay que inventar el colegio.
Yo odio el colegio porque adoraba mi libertad y hoy me he dado cuenta de que es oficial: después de tantos años... ¡He vuelto al colegio! Argggg....

lunes, 10 de septiembre de 2012

MIS AMIGOS SON COMO LAS NOVELAS

Nunca fui una persona de muchos amigos y cuando me trasladé a vivir al campo con George, los pocos que quedaban terminaron por resultar inaccesibles. Mis amistades se redujeron a los compañeros de trabajo, es decir, a Susana –que además de “co autora” es vecina-y poco más. En verano había una cierta vidilla social pues visitábamos a los amigos de Brighton, pero poco a poco, también fueron quedando menos ingleses hasta que el mapa de la amistad tuvo dos calles: el trabajo y la familia. En realidad, pienso ahora que el mapa de la amistad era ese punto de los planos: “usted está aquí”. Y aquí sólo estábamos dos.
Yo tenía un amigo. Ese amigo fue mi hombro donde llorar, el espejo de mis chistes, mi apoyo, abrazos, el cariño hasta que mis manos cerraron sus párpados. Después, me quedé sola y como si un monstruo voraz hubiera vaciado de oxígeno esta casa, tuve que salir al mundo a respirar.
No llega al año y el mapa de la amistad ha cambiado por completo. Me encuentro rodeada de buenos y buenas amigas y amigos que se preocupan por mí, que me escuchan, que me abrazan, que me dan cariño y que a mi lado parecen sacar lo mejor de sí mismos sin proponérselo. Cada día me maravillo de este milagro. Creo que ahora soy al fin consciente de cómo es posible que yo, siendo tan huraña, casera y poco sociable, me haya convertido en esta coleccionista de gente estupenda. Creo que es por eso que he dicho otras veces. Los que se van están aquí porque los que nos quedamos debemos suplir los roles que ellos cumplían en nuestro microcosmos. He fundido dos personas en mí. No soy la que era.
En la amistad están los que llaman y los que son llamados, los que organizan y los que asisten, los que levantan la mano y los que se ven atacados por la pereza en el último momento. George era de los primeros, una especie de anfitrión del cariño y la diversión. Era de los que llaman, organizan, reúnen y apuntan a los demás. No admitía pereza. Claro que de todas formas, ante la perspectiva de pasar unas horas con él, pocos eran remisos. Yo no era así. Le admiraba por ello porque cuando yo veía a mis amigos me encantaba, pero entre encuentros, me daba una pereza horrorosa llamar y quedar.
Ay, pero la vida te pone en el disparadero. Él se marchó y yo me quedé y como aquí estaba sin aliento en esta casa - “mirando desde mi ventana sola y triste” que dice Woody Guthrie- pues me puse a hacer amigos que resulta que es mucho más sencillo de lo que jamás imaginé. Sólo hay que coger el teléfono y llamar.
Y llamo y extiendo la mano y veo bocas abriéndose en sonrisas que son como ventanas al mar. Creo que aún no he encontrado a nadie al que no le resulte agradable que le toque en el hombro y le diga: te necesito. Te he escogido, me gustas y quiero reírme contigo, porque estimulas mis sentidos, porque me siento viva, me alimentas, me veo más guapa, me lleno de ilusión por la vida tras las cenas, comidas o cines a tu lado. La amistad es fabulosa. Me encanta. Me engancha. Viejos amigos recuperados –algunos gracias a las tan menospreciadas o despreciadas redes sociales-, nuevos amigos encontrados con los que me lleno de ilusión por ver qué tienen que ofrecerme y qué puedo ofrecerles yo.  
La amistad. Sí, que cosa tan curiosa.
El otro día tenía una larga conversación telefónica con un muy viejo amigo de esos que he recuperado, perdido, vuelto a recuperar y que espero no perder a pesar de que entre los dos no se lo estamos poniendo nada fácil a la amistad.  Yo le acusé de que nunca me llama, de que era yo quien tenía siempre que descolgar el teléfono o proponer un plan. Se dijeron algunas frases como: “pues, chica, seré uno de esos amigos a los que llamarás menos y menos hasta que termines por no llamarme nunca más”. Pensé que era una descripción certera de cómo es la vida. También que esa es una descripción perfecta de cómo no quiero que sea mi vida ahora que sé lo que sé (porque no me han quedado más cojones que aprenderlo). Puede que la vieja Lea acabase dejando de llamar. La nueva, jamás. La nueva sabe que esperar la reciprocidad en la vida es una suerte de piedra filosofal.  No quiero perder a este amigo, no quiero perder a ninguno, ni siquiera a aquellos que no conocen la importancia de la amistad. Aquellos que son como era yo porque un único amigo me bastó durante tantos años.
Es inevitable, claro, que alguien crea que la amistad es sólo esta red que necesito ahora, en tiempos malos. Que cuando el cielo se ilumine de nuevo, la descartaré como antaño. Habrá quien crea que los amigos son para mí como troncos pasivos a los que me engancho hoy, en esta riada de emociones. Pues no. Esto de la amistad ha resultado ser todo un descubrimiento, provocado, sí, por mi inicial necesidad de agarrarme.
Cuando desaparece la inspiración para escribir, leo una buena novela y las ganas y el entusiasmo literario vuelven como por ensalmo. Cuando me resulta difícil vivir, llamo a un amigo. Mis amigos son como las novelas con la magnífica diferencia de que los amigos son de verdad.