martes, 23 de octubre de 2012

JAQUE MATE

Comer fuera, ir al cine, arreglar algo, comprar un aspersor, tocar la guitarra, desfogarme en el gimnasio, escribir, leer, cantar. Cuando me levanto hago las cosas que uno hace al levantarse y tras dejar a los niños en el cole vuelvo a la casa vacía y planeo los días. El problema es que desde hace un tiempo, lo que antes era fácil y agradable, ahora se ha convertido en una especie de cruz. La lucha por construir momentos que valgan la pena.
Los lunes solían ser interesantes. En lunes excavaba los cimientos de la semana. Mandaba un mensaje a D para comer el miércoles, otro a M para merendar el sábado, otro a D para estreno teatral del jueves, llamadita a V para charlar y salir el viernes, cafelito con A o directamente, gimnasio y hablar de posibles planes para el domingo en la sauna…
Con este sistema “del carné de baile” hasta ahora siempre había conseguido que cada semana tuviera al menos dos o tres días llenos de significado/diversión/placer por la vida. Momentos con el sabor agradable de la amistad, de filosofar sacudiendo la soledad o del cariño. Fuentes de energía e ilusión. Instantes que valen la pena.
Hasta hace poco tiempo, el mismo lunes recibía mis respuestas. Dejaba apalabrados mis tangos y mazurcas. En el horizonte asomaban alegres expectativas y las semanas corrían felices. Estaba deseando crear, hablar, ser, estar en la vida. No me constaba esfuerzo. Me miraba al espejo antes de cada cita y me veía interesante, ingeniosa, la mar de mona. Los futuros misteriosos me fascinaban. La muerte me había abierto al mundo y el mundo me gustaba. Sólo tenía que hacer una llamada o mandar un email para hallar gentes dispuestas a alegrarme la vida. Todos ellos recargaban mis pilas de ilusión.
Y la ilusión, claro, me impulsaba hacia delante, a hacer más llamadas, organizar barbacoas,  aprender nuevas canciones con las que amenizar veladas… Pero de pronto todo cambia. Con el otoño, lo que antes estaba chupado, ahora es más o menos como ir a la mina. Me enfrento a las semanas como una lucha sin cuartel. Mando mensajes que no obtienen respuesta. Cito gente a comer que me dice que ya me responderá pero que no me responde. Otros responden para decir que no pueden. Llamo y me encuentro contestadores. Mi móvil nunca ha estado tan silencioso y hasta Facebook ha parado de decir “me gusta”.
Todo el mundo se ha confabulado para pasar de mí. Ummm, me digo que no puede ser una conspiración y tampoco casualidad. ¿Qué pasa con la gente? ¿Qué ha sucedido? ¿Son ellos? ¿Es un virus otoñal? ¿Soy yo? No, no es casualidad ni es conspiración, así que sí. Sólo puedo ser yo.
La depresión me sume en la apatía y decido no llamar a nadie, no mandar mensajes, pero enseguida me siento culpable por no estar haciendo los deberes. Me agobia haber dejado de luchar. Intento un contraataque y hago un último esfuerzo por cavar cimientos, mezclando -cual obrerita que va al tajo- el hormigón de la vida social, pero nada sale y me digo que me lo merezco porque lo estoy haciendo por cubrir el expediente. Estoy luchando por decir que estoy luchando. Miro a derecha e izquierda haciéndome preguntas  ¿Qué sucede? ¿Por qué nada me complace? ¿Por qué este sentimiento de no querer hacer NADA? ¿Acabará alguna vez esta pena? ¿Es por la muerte? ¿Es por la vida? Me viene a la cabeza una respuesta negra. He perdido la ilusión.
La enfermedad, la pobreza, la angustia, el miedo, el cansancio, la apatía. Todo esto se puede combatir con una misma poción mágica: la ilusión. La falta de ilusión lo mata todo. Me digo que los amigos se volatilizan porque mis ojos ya no brillan con entusiasmo. Me digo que era yo el motor que mantenía este barco en la buena dirección. Esto me entristece pero me alegra porque me digo también que he ahí el problema. Si el problema soy yo, la solución soy yo y yo quiero solucionar esto. Quiero luchar, tengo que recuperar las ganas de luchar.
Entonces veo dos niños maravillosos, guapísimos, inteligentes que buscan respuestas en mí y las encuentran. Miro los objetos que me rodean. Las guitarras, los queridos muebles desportillados, unos de caoba, otros de Ikea, la cama donde murió George -que es el rincón del salón donde me recojo a ver mis películas y mis series favoritas por las noches- los cientos de libros , la chimenea encendida. Todo eso me gusta. Las flores del jardín o caminar por el largo pasillo disfrutando de la tarima en los pies descalzos. Así que en busca de soluciones me quito los zapatos y voy hasta la cocina donde me hago un café Gran Reserva Malongo (que nombre tan molongo) y que cuesta cincuenta euros el kilo, y envuelta en carísimos aromas que me suenan africanos pero que vete tú a saber de dónde vendrán, me retiro a mi cuarto y enciendo el ordenador y escribo esto y otras cosas. Y me trato de convencer de que las ganas de llorar no tienen porqué ser algo deprimente. Estoy sola, triste y apática, pero mientras saboreo un café (me encanta decir Malongo, digo “Malongo” en voz alta), mezcla de arábiga y lágrimas saladas, comienzo a escribir.
Ayer, Michael me dijo: “mamá, ¿mañana cuando vuelva del colegio podemos jugar al ajedrez?” Y según recuerdo estas palabras y su mirada de ilusión, dan las cinco y vuelven los niños del cole y le digo a Michael lo de nuestra partida y sonríe con los ojos. Entusiasta, prepara el tablero y me digo que aguantará como mucho diez minutos, que tiene cinco años, pero el juego le apasiona y durante una hora jugamos al ajedrez y mientras lo hacemos, le explico que el ajedrez es una metáfora de la vida y le digo por qué y él me comprende y yo me apasiono también y discutimos los pros y contras de cada movimiento mientras con amor preparo mi autodestrucción más dulce: el jaque mate que me dará mi hijo. Al fin, Michael se apodera de mi rey dando saltos de alegría y yo saboreo un café Malongo que me deja cierto gusto a ilusión.
Por la noche, antes de apagarles la luz, Michael me dice:
-Mañana jugamos otra vez al ajedrez, pero mucho más rato.
-Vale, Michael.
-Pero mañana el rey no va a salir a luchar, mamá. Mañana se va a quedar toda la partida sentado en su trono.
Sonrío y le digo que sí y le doy otro beso. Antes de marcharme, el niño me coge la mano y me dice:
-El rey no tiene que salir siempre a luchar, ¿sabes?
Y su frase es como una revelación y mientras bajo las escaleras, pienso que aunque estos días soy una viuda triste, también soy una madre muy feliz.