El otro día llevé a mi hijo
de 6 años a un cumpleaños de esos en los que a las niñas las disfrazan de
princesas y a los niños de cualquier otra cosa -parece ser que los niños no
necesitan ser princesas para divertirse- y me quedé por allí con las otras madres -siempre son
madres-. Una de ellas, que es nueva, tenía el entusiasmo de la novedad. Otra de
ellas, que no lo es, sabe que escribo y me preguntó si este año iría a firmar a
la feria del Libro porque no quiere perdérselo con su hija mayor, que es aspirante
a escritora. La nueva madre, al enterarse de que me dedico a la literatura, abrió
mucho los ojos y posando su mano abierta en mi tenso brazo me dijo: "oye,
siempre me lo he preguntado y ya que te tengo aquí… dime una cosa ¿cómo se le
ocurre a un novelista una novela?". Mi expresión desorientada provocó una
aclaración a su pregunta: "quiero decir, que vas y piensas... mira, pues voy
a escribir esta novela, oye... ¿y vas y la escribes?”.
Debo aclarar que mi
cerebro nunca está en reposo. Me pasa desde pequeña y es un verdadero incordio.
No hay pastillas para esto del cerebro pensante. Si las hubiera, las tomaría antes
de ir a los cumpleaños de mis hijos, de la misma manera que los que se marean
en un coche, siempre se zampan una biodramina antes de viajar. Pero no hay pastillas
para las preguntas mortales. Así que lo primero que hizo mi cerebro fue
analizar qué tipo de respuesta debía dar. ¿Corta o larga? ¿Elaborada o simple?
¿Ingeniosa o por salir del paso? Para
eso, se lanzó mi cerebro en una abrupta
y alocada reflexión analítica sobre la preguntadora. Mis ojos escrutaron su
rostro, su ropa, sus uñas, sus zapatos, su peinado. Mi cerebro llegó a la
conclusión de que se trataba de una mujer de clase media, de buen nivel
adquisitivo, con estudios universitarios, viajada –hablaba mucho de su vida en
USA-. Como mi cerebro recibía señales cruzadas me dijo:
-¿A qué se puede dedicar esta tía?
-Imposible adivinar, querido cerebro –le respondo.
-Arquitecta no es; periodista, imposible;
gestora cultural, tachado; profesora, nope… Dios mío, no quiero caer en el
cliché, pero sin duda esta mujer es…
-I
know, cerebro, esta mujer, sin duda… trabaja en un banco.
-Horror.
-Puede que incluso trabaje en el Banco de
Santander.
-¿Por qué me tenía que tocar una bancaria?
Las bancarias son las más difíciles. ¿Qué le respondo, cerebro? ¿Qué le digo a
esta bancaria sobre cómo se “me ocurre” una novela? Tengo muchos prejuicios
contra las bancarias.
-Puf, no tengo ni idea, igual metes la
pata. Tú eres sarcástica hasta cuando tratas de ser amable.
-Por eso lo digo.
-Mira, mira esa otra madre, la pelirroja esa
que te odia. Ya huele la sangre. No le des motivos.
-Ya, ya. Si pienso ser amable. Estoy
decidida a encajar.
Observo a las madres de
las demás princesas para tomar aliento. Tienen sus ocho miradas y sus dieciséis
orejas felinas clavadas en mí. Cómo me gustaría ser una más, ser bancaria por
un día y trabajar en el Banco de Santander con mi sueldito todos los meses, mi
rutina, mi tribu. Cómo me gustaría no tener que enfrentarme a preguntas sobre “de
dónde salen las novelas” o “cómo se me ocurren los personajes”. Nadie les
pregunta a las bancarias si pierden billetes de cincuenta euros o si se les
atasca la caja fuerte día sí, día también. No es la primera vez que me pasa lo
de las preguntas difíciles. Había olvidado por qué nunca voy a los cumpleaños.
Había olvidado que detrás de esa pregunta vendrá la de: “Ah, eres escritora ¿Y
de qué va tu novela?” ¡Dios! Si respondo a esta, el “de qué va” vendrá después,
igual que el trueno llega, indefectiblemente atronador después del rayo, a no
ser que seas sordo en cuyo caso el trueno te da completamente igual. Si utilizo
la estratagema de otras veces e inicio una conversación amena para entretenerme
yo, me lo reprocharán, porque ya has aprendido, Lea, que en los cumpleaños
están vetadas las conversaciones amenas. Es obligatorio que nadie sea el centro
de atención. Me miran. ¿Dónde está esa pastilla? No hay escapatoria. Sale una monitora
disfrazada de paje. Las princesas siguen dentro, con diademas de plástico,
maillots plateados y tutús rosa. La monitora en realidad parece la sota de copas
porque nos trae unas coca-colas en una bandeja. Bebo. Me anima ver alguien está peor que yo.
-Dime, cerebro… ¿Realmente, a estas
personas les interesa algo de lo que preguntan?
-¡Qué va! Son preguntas reflejo. Son preguntas
que se hacen sin más ni más.
-¿Para rellenar los silencios?
-Exacto. La prueba es que las preguntas de
los adultos suelen ser inútiles.
-Esta mañana el de 8 me preguntó que cómo
es posible que el agua se expanda al congelarse cuando todo lo demás se contrae
con el frío.
-Eso sí que es una pregunta que mola responder.
Mola saber que el que pregunta, pregunta porque lo necesita.
-Ya te digo.
-¿Y qué vas a hacer con la bancaria?
Las miro. La pelirroja
que me odia tiene sus pupilas dilatadas. Siempre está en desacuerdo con todo lo
que digo acerca de mis hijos, de los hijos, de la educación de los hijos, de la
música moderna, del sofrito, de la cebolla en la tortilla o del bien y del mal.
Los depredadores, pienso, dilatan las pupilas antes de cazar. Yo ya sé que la
pelirroja odia todo lo que tengo que decir antes de que lo piense y antes de
que lo diga. Tiene los ojos negros por culpa de tanta pupila.
-Esa madre, la pelirroja, me está
esperando, ¿verdad cerebro?
-No te quepa duda.
-¿Y qué hago? ¡Algo tengo que decir! ¿Me
levanto y me voy? ¿Les explico que a los escritores nos jode muchísimo que nos
hagan estas preguntas? ¡¿Cómo coño se me ocurre una novela?! ¿Por qué tuve que
leer a Kafka? ¡Luego se sorprenden de que bebamos!
-¡Y yo qué sé! ¡Calma!
-No, no me calmo… ¿Cómo es posible que se
critique a los niños pequeños constantemente por ser molestos, por hacer ruido
en los bares y sin embargo, nadie critique a otro adulto por preguntar
gilipolleces? Esto es como si yo me acerco a Norman Foster y le digo: “ya que
le tengo a mano, Sir Norman, verá, yo siempre he querido saber… ¿cómo se le
ocurre a usted un edificio?”
-Te estás cabreando. Esto acabará mal.
-Pero si es que sólo tengo unas décimas de
segundo para no cagarla delante de ocho madres que desean mi muerte fulminarme,
que me quieren seca en el sitio mientras piensan: pues no le veo yo la
inteligencia a esta mujer, ni el glamur, ni nada. ¿Qué demonios escribe que no
sabe ni responder cómo se le ocurre lo que escribe? Tuve que quedarme en casa.
-Ya sabías cuando viniste que la gente
pregunta sin pensar en lo que pregunta.
-Y no es justo, porque yo siempre pienso muy
largamente lo que respondo.
-Quizá puedas evitar la respuesta completamente.
-Puedo decir que no la he entendido.
-Entonces parecerás tonta. No te gusta
pasar por tonta.
-Nada. No me gusta nada. Antes muerta que
pasar por tonta. Sobre todo delante de esa, la pelirroja que pondrá cara de: “pues
vaya con la escritora”, aliviada al fin de poder contraer sus enormes pupilas
negras. A la mierda con todo, cerebro, ¿de verdad se merece esta bancaria una
respuesta bien pensada y bien razonada?
-Para nada. No gastes tu tiempo.
-¿Y qué digo?
-Escribir una novela es un proceso muy
largo que empieza por un sentimiento. El sentimiento es tan fuerte, que se
convierte en algo que hay que decir.
-Me van a odiar.
-Asúmelo. Eres escritora. Ya te odian.
-Gracias, cerebro.