viernes, 13 de abril de 2012

La figura de bronce


Una vez, un amigo un amigo mío se enamoró de una escultura de bronce. Era la figura de una joven semidesnuda, envuelta en la clásica túnica, con los brazos en alto, clamando victoria o recibiéndola, no sé. Una imagen muy de los años treinta. Su rostro Art Decó era perfecto. Ese estilo siempre le había encantado a mi amigo y aunque era un poco cara, se la compró. La llevó a casa y la puso en la repisa de la chimenea. Allí pasó varios días encaramada, con sus brazos en alto. La había comprado un lunes. El sábado se hizo evidente que las proporciones no eran las adecuadas. La escultura era muy grande para esa escuálida repisa. Mi amigo movió un candelabro. Ajustó los utensilios de atizar el fuego. Cambió algunos libros de sitio haciendo protagonista uno muy gordo sobre el arte del Ikebana (arte de los arreglos florales japoneses). A pesar de su esfuerzo estético, no logró el ansiado equilibrio. Algo no funcionaba. Buscó otro lugar donde ponerla. ¡Cómo le gustaba! Quería mirarla todos los días. Limpió de libros la mesa de roble viejo que había junto al sofá. Era un ávido lector y la casa estaba llena de perfectas columnas literarias que simbolizaban su mundo interior. La tarea le llevó una hora. Colocó a la joven de bronce sobre el mueble. Se sintió feliz. Dos días después, el lunes, supo que tampoco era su sitio. Dudó de todo. De ella, de sí mismo. Sí, se sintió fracasado porque comenzó a sospechar que el problema no era de forma, sino de fondo. Su casa le gustaba. Le gustaba mucho. Con los años se había hecho un estilo muy personal, ecléctico, con objetos caros y baratos, pero todos imperfectos. Todos con un sentido metafórico o una idea amarrada a ellos. Maderas sin desbastar, colores toscanos, bocetos imprecisos que dibujaban su alma. El estilo era cálido. Se sentía cómodo y protegido. La mujer hermosa y metálica y alegre que alzaba sus manos hacia el cielo, clamando victoria impúdicamente, no encajaba en su galaxia. No encontraba lugar en su hogar perfectamente desordenado y la puñetera no ponía de su parte. Cada mañana, ella seguía mirando al cielo como esperando el maná. No caía maná. No existía el maná. Le empezó a irritar su actitud. Le insultaba su actitud. Se dijo que se había equivocado al comprarla. Que se había enamorado de un objeto sin pensar en el contexto o en lo que de verdad necesitaba o en los trastornos que su presencia podía causarle. Se sintió como un imbécil. Tras llegar a esta conclusión, la de que era imbécil, se fue a la cama. No pegó ojo. Era más pobre y desdichado. Las perfectas facciones de la figura de bronce le acosaron en sus precarios sueños. La venderé, pensó. La devolveré a la tienda aunque pierda dinero. Una vez que tomó la decisión, pudo descansar. Se acabaron las margaritas que deshojar. Al día siguiente la llevó al anticuario que se la había vendido. Era un viejo con barba blanca y coloretes como de Santa Claus y espíritu de comerciante avaro Shakesperiano. Al posar su vista sobre la esbelta figura, la cara rubicunda del tipejo se partió en una mueca. Una sonrisa de gato de Cheshire sin charme. La avidez de su gesto le dio miedo a mi amigo. ¡Qué desasosiego! No podía desprenderse de ella. No quería que fuera de otro… Era suya y la quería. Ya estaba dispuesto a agarrarla y salir corriendo sin dignidad de aquella tienda, aunque tuviera que meterla en un altillo, cuando el destino, el sentido común o las circunstancias salvaron la situación. En un rincón de la tienda, mi amigo vio lo que se asemejaba a un pedestal de madera. Tenía una pátina de pintura descascarillada por los siglos. No brillaba. Era de un mate claro, desteñido por el salitre del océano, pelín mugriento. El viejo remedo de Santa Claus le explicó que era un trozo de una columna de un barco. Un barco hundido que había participado en una batalla mucho menos famosa que Trafalgar, pero una batalla al fin y al cabo. Mi amigo sintió que por fin ella ponía de su parte también. Sus brazos hacia el cielo cobraban de pronto sentido sobre los restos de un naufragio. Ambos objetos viajaron a su casa en el asiento del copiloto.
Cada día, antes de irse a dormir, mi amigo le da las buenas noches a la belleza art decó que reposa sobre la columna desgastada por las mareas de tantos muertos. Si no lo hace, mi amigo tiene malos sueños. Le costó encontrar su lugar, pero ahora, parece que siempre estuvo allí. Mi amigo se pregunta si acaso siempre estuvo allí. Porque todo ocurrió en su mente. A veces pretendemos buscarle un sentido, aunque sea un contrasentido, a las cosas que sólo está en nuestra mente. Como están en nuestra mente en nuestra mente está el sentido. Ella no es más que una bella figura. La columna no es más que una simpática columna. Los símbolos, sin embargo, a veces lo son todo.

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