lunes, 10 de septiembre de 2012

MIS AMIGOS SON COMO LAS NOVELAS

Nunca fui una persona de muchos amigos y cuando me trasladé a vivir al campo con George, los pocos que quedaban terminaron por resultar inaccesibles. Mis amistades se redujeron a los compañeros de trabajo, es decir, a Susana –que además de “co autora” es vecina-y poco más. En verano había una cierta vidilla social pues visitábamos a los amigos de Brighton, pero poco a poco, también fueron quedando menos ingleses hasta que el mapa de la amistad tuvo dos calles: el trabajo y la familia. En realidad, pienso ahora que el mapa de la amistad era ese punto de los planos: “usted está aquí”. Y aquí sólo estábamos dos.
Yo tenía un amigo. Ese amigo fue mi hombro donde llorar, el espejo de mis chistes, mi apoyo, abrazos, el cariño hasta que mis manos cerraron sus párpados. Después, me quedé sola y como si un monstruo voraz hubiera vaciado de oxígeno esta casa, tuve que salir al mundo a respirar.
No llega al año y el mapa de la amistad ha cambiado por completo. Me encuentro rodeada de buenos y buenas amigas y amigos que se preocupan por mí, que me escuchan, que me abrazan, que me dan cariño y que a mi lado parecen sacar lo mejor de sí mismos sin proponérselo. Cada día me maravillo de este milagro. Creo que ahora soy al fin consciente de cómo es posible que yo, siendo tan huraña, casera y poco sociable, me haya convertido en esta coleccionista de gente estupenda. Creo que es por eso que he dicho otras veces. Los que se van están aquí porque los que nos quedamos debemos suplir los roles que ellos cumplían en nuestro microcosmos. He fundido dos personas en mí. No soy la que era.
En la amistad están los que llaman y los que son llamados, los que organizan y los que asisten, los que levantan la mano y los que se ven atacados por la pereza en el último momento. George era de los primeros, una especie de anfitrión del cariño y la diversión. Era de los que llaman, organizan, reúnen y apuntan a los demás. No admitía pereza. Claro que de todas formas, ante la perspectiva de pasar unas horas con él, pocos eran remisos. Yo no era así. Le admiraba por ello porque cuando yo veía a mis amigos me encantaba, pero entre encuentros, me daba una pereza horrorosa llamar y quedar.
Ay, pero la vida te pone en el disparadero. Él se marchó y yo me quedé y como aquí estaba sin aliento en esta casa - “mirando desde mi ventana sola y triste” que dice Woody Guthrie- pues me puse a hacer amigos que resulta que es mucho más sencillo de lo que jamás imaginé. Sólo hay que coger el teléfono y llamar.
Y llamo y extiendo la mano y veo bocas abriéndose en sonrisas que son como ventanas al mar. Creo que aún no he encontrado a nadie al que no le resulte agradable que le toque en el hombro y le diga: te necesito. Te he escogido, me gustas y quiero reírme contigo, porque estimulas mis sentidos, porque me siento viva, me alimentas, me veo más guapa, me lleno de ilusión por la vida tras las cenas, comidas o cines a tu lado. La amistad es fabulosa. Me encanta. Me engancha. Viejos amigos recuperados –algunos gracias a las tan menospreciadas o despreciadas redes sociales-, nuevos amigos encontrados con los que me lleno de ilusión por ver qué tienen que ofrecerme y qué puedo ofrecerles yo.  
La amistad. Sí, que cosa tan curiosa.
El otro día tenía una larga conversación telefónica con un muy viejo amigo de esos que he recuperado, perdido, vuelto a recuperar y que espero no perder a pesar de que entre los dos no se lo estamos poniendo nada fácil a la amistad.  Yo le acusé de que nunca me llama, de que era yo quien tenía siempre que descolgar el teléfono o proponer un plan. Se dijeron algunas frases como: “pues, chica, seré uno de esos amigos a los que llamarás menos y menos hasta que termines por no llamarme nunca más”. Pensé que era una descripción certera de cómo es la vida. También que esa es una descripción perfecta de cómo no quiero que sea mi vida ahora que sé lo que sé (porque no me han quedado más cojones que aprenderlo). Puede que la vieja Lea acabase dejando de llamar. La nueva, jamás. La nueva sabe que esperar la reciprocidad en la vida es una suerte de piedra filosofal.  No quiero perder a este amigo, no quiero perder a ninguno, ni siquiera a aquellos que no conocen la importancia de la amistad. Aquellos que son como era yo porque un único amigo me bastó durante tantos años.
Es inevitable, claro, que alguien crea que la amistad es sólo esta red que necesito ahora, en tiempos malos. Que cuando el cielo se ilumine de nuevo, la descartaré como antaño. Habrá quien crea que los amigos son para mí como troncos pasivos a los que me engancho hoy, en esta riada de emociones. Pues no. Esto de la amistad ha resultado ser todo un descubrimiento, provocado, sí, por mi inicial necesidad de agarrarme.
Cuando desaparece la inspiración para escribir, leo una buena novela y las ganas y el entusiasmo literario vuelven como por ensalmo. Cuando me resulta difícil vivir, llamo a un amigo. Mis amigos son como las novelas con la magnífica diferencia de que los amigos son de verdad.

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