La cultura lo puede someter, suavizar,
decorar, maquillar y amansar, pero el machismo es abuso de musculatura, de estatura,
de anchura de hombros, de capacidad de intimidación y de impunidad. Es abuso de
poder. Eso es el machismo en esencia, así que está aquí para quedarse. Nunca
seremos iguales, completamente iguales en sociedad hasta que no dejemos de usar
en propio beneficio la ventaja de la desigualdad. Siempre habrá violadores, maltratadores,
asesinos, cuñados metepatas, misóginos y aprovechados, siempre, pero con un poco de esfuerzo, cada generación serán
menos y para conseguirlo, lo que me gustaría que dejara de haber, porque creo
que hay que romper el techo, de verdad que lo pienso, es este silencio insoportable. Este silencio que mata. El silencio de los hombres buenos. Es una burbuja muda tan densa, que ya debería de
haber estallado. ¿Qué coño les pasa a los hombres buenos del mundo que no estallan
en mil cabreos? ¿Es que no tienen madre? ¿Es que no tienen hermanas? ¿es que no
están casados? Solo tuvieron varones… ¿Es que ellos mismos no han vivido de
primera mano, de primera vista, ataques machistas? ¿No hay hombres que hayan
sufrido, visto, observado, impedido, llorado de impotencia? Os siento ahí, conteniendo la respiración. ¿No hay tíos
cojonudos que digan, esto me pasó con mi hermana, esto me pasó
con mi madre, esto lo vi yo y a esta mujer la defendí y a ese le quise
partir la cara, pero no tuve valor y esto es todo una puta mierda? ¿Es que no te
cabrea, tío, como me cabrea a mí, como me vuelve del revés, como le desesperaría a cualquier hijo de la raza
humana con valores, como para salir ahí, aquí o a donde sea, a contar tu
experiencia? ¿Solo vale que yo, mujer, diga que a mí, mujer, me quisieron
violar, matar, por ser mujer, que me agarraron del coño en la Gran Vía, que a mí
me pegaron dos hostias, que a mí me dijeron “mujer, tenías que ser, so zorra y
yo aparco aquí, en segunda fila, porque me sale de la polla y si te molesta te
doy con la barbilla en la cabeza”? ¿Solo vale que seamos las mujeres y uno de cada cien valientes, las que lo retuiteemos todo y lo jaleemos todo y nos lo quejemos todo? ¿No veis el daño que nos hace ser nuestro propio grito? No me lo creo. No os creo. No me creo que toda la
rabia y que toda la herida la llevemos nosotras por fuera y que no os estalle el machismo por
dentro, y os saque un par de gritos, qué menos. Hablad de una vez, si sois
personas, y dejad de dejarnos solas.
viernes, 2 de diciembre de 2016
lunes, 24 de octubre de 2016
OJO DEL MUNDO, MÍRANOS AQUÍ.
Domingo. Hora de hacer deberes. Abro el cuaderno del pequeño y descubro que no hace en clase los ejercicios de ortografía y que debe acabarlos en casa. Me pongo con el de niño de 7, su cara de amargura y mi santa paciencia:
-A ver, cariño, venga. Copia la frase correcta: "la mesa tiene la pata rota" o "la mesa tiene el pie roto".
-Mami, ¿la retina es toda la parte de delante del ojo?
-Te lo digo cuando copies la frase. ¿Cuál es la correcta?
-"La mesa tiene la pata rota". Todo el mundo sabe que no se dice el pie de la mesa, lo sabe hasta un niño de dos años.
-Ya, vida, pero hay que copiar.
-¿Por qué?
-Porque es la frase que ha escogido el sistema para que aprendas a copiar.
-¿Qué es el sistema? Este sistema del que hablas y hablas, ya me está jorobando mucho.
-El sistema es una forma de hacer y de enseñar que viene heredada desde los tiempos de matusalén y que utiliza repeticiones y práctica aburrida, basando este método en la idea de que los niños deben aprender a hacer lo que se les dice sin rechistar. En realidad, el sistema trata de anular la voluntad del alumno como quien doma a un caballo salvaje para la monta. Escribe lo de la pata de la mesa, vamos a hacerle creer al sistema que nos ha dominado.
El niño escribe la frase perfectamente. Es evidente que no necesita practicar.
-Entonces, ¿no me están enseñando a escribir? ¿Me quieren domar como un caballito?
-Sí, amor. Escribir ya sabes. Escribes que da gloria verte. Siguiente frase: "el frutero vende verdura" o "el frutero vende pescado".
-Verdura. ¿Puedo escribir solo "verdura"?
-No. tienes que copiar la frase entera.
-No me contestaste a lo de la retina.
-La retina es la parte del ojo que es sensible a la luz. En ella se producen una serie de reacciones químicas y físicas que hacen que la información de lo que vemos sea enviada a través del nervio óptico hacia el cerebro. Escribe lo del frutero.
-Es aburrido. ¿No podemos cambiar el sistema y decirles que no soy un caballito?
-Yo no puedo, desde luego. Llevo años intentándolo, pero nada. Por eso es un sistema. Los profesores lo tienen tan metido dentro que no ven lo malo que es. Ellos creen que hay que aprender cosas aburridas y cosas chulas, como un ying y un yang. Esta es una mentalidad que viene de la religión, incluso. Viene de pensar que hay que pagar con sufrimiento cualquier tipo de placer. El sistema cree que no todo debe ser divertido o interesante. Que el colegio ees como una especie de enseñanza de la vida. "Que no debemos a aprende a hacer sólo lo que nos gusta". Yo creo que eso es idiota. Escribe. (El Niño obedece). ¿Te acuerdas de lo que hablamos de los conos y los bastones un día? Están en la retina. Son células fotosensibles.
-Me acuerdo. Son las células para ver de día y ver de noche y ver los colores y ver en la oscuridad y eso.
-Siguiente ejercicio: ¿cuál es la frase correcta "la vaca estaba en el prado" o "el prado estaba en la vaca"? Madre mía, ¿pero esta gente cómo se puede pensar que escribir esto es educativo?
-¿Todos los animales ven igual que nosotros?
-No. la visión está adaptada al contexto, al medioambiente en el que vivimos. Los murciélagos no ven ni torta, pero se guían fenomenal pues tienen un sistema de sonar perfecto.
-Sí, se guían por el sonido.
-Los insectos, los grandes vertebrados, las aves, ven la cosas muy, muy distintas. Las aves, por ejemplo, pueden ver el color ultravioleta. Los humanos no lo vemos a no ser que usemos la lamparita de los de CSI.
-Claro, porque lo usan para cazar.
-Y porque sus plumas tienen esos colores. Lo usan para el cortejo.
-Escribe la frase, cielo.
-"La vaca estaba en el prado" ya está. ¿Puedo dejar de escribir y hablar de la visión de los pájaros?
-Nos quedan otras diez frases. Siguiente: "Tenemos una moqueta en la mesa" "tenemos una moqueta en el suelo".
-Mamá, esto es para imbéciles.
-No, cielo. No existe un solo imbécil en el mundo que no lo sepa hacer y que no lo odie tanto como tú y como yo. Mira, los pájaros, no sé si todos, pero muchos, pueden ver campos magnéticos para guiarse en sus migraciones.
-Mami, yo creo que si nuestros ojos se han acostumbrado a ver la diferencia entre el aire y el agua aunque el agua sea transparente, los pájaros han tenido que acostumbrarse a ver las distintas densidades de viento.
-Estoy segura de que eso es así, sí.
-¿Y si todos los animales ven el mundo tan, tan, distinto, y nosotros somos animales, cómo sabemos cómo es el mundo en realidad?
-No lo sabemos. El mundo es según el ojo que lo mira.
-Pues a lo mejor El prado está en la vaca.
-Es más que probable, cariño. También puede ser que una mesa tenga pies. Siguiente frase: "dos y dos son cuatro" o "dos y dos son cinco". Señor, qué cruz.
-A ver, cariño, venga. Copia la frase correcta: "la mesa tiene la pata rota" o "la mesa tiene el pie roto".
-Mami, ¿la retina es toda la parte de delante del ojo?
-Te lo digo cuando copies la frase. ¿Cuál es la correcta?
-"La mesa tiene la pata rota". Todo el mundo sabe que no se dice el pie de la mesa, lo sabe hasta un niño de dos años.
-Ya, vida, pero hay que copiar.
-¿Por qué?
-Porque es la frase que ha escogido el sistema para que aprendas a copiar.
-¿Qué es el sistema? Este sistema del que hablas y hablas, ya me está jorobando mucho.
-El sistema es una forma de hacer y de enseñar que viene heredada desde los tiempos de matusalén y que utiliza repeticiones y práctica aburrida, basando este método en la idea de que los niños deben aprender a hacer lo que se les dice sin rechistar. En realidad, el sistema trata de anular la voluntad del alumno como quien doma a un caballo salvaje para la monta. Escribe lo de la pata de la mesa, vamos a hacerle creer al sistema que nos ha dominado.
El niño escribe la frase perfectamente. Es evidente que no necesita practicar.
-Entonces, ¿no me están enseñando a escribir? ¿Me quieren domar como un caballito?
-Sí, amor. Escribir ya sabes. Escribes que da gloria verte. Siguiente frase: "el frutero vende verdura" o "el frutero vende pescado".
-Verdura. ¿Puedo escribir solo "verdura"?
-No. tienes que copiar la frase entera.
-No me contestaste a lo de la retina.
-La retina es la parte del ojo que es sensible a la luz. En ella se producen una serie de reacciones químicas y físicas que hacen que la información de lo que vemos sea enviada a través del nervio óptico hacia el cerebro. Escribe lo del frutero.
-Es aburrido. ¿No podemos cambiar el sistema y decirles que no soy un caballito?
-Yo no puedo, desde luego. Llevo años intentándolo, pero nada. Por eso es un sistema. Los profesores lo tienen tan metido dentro que no ven lo malo que es. Ellos creen que hay que aprender cosas aburridas y cosas chulas, como un ying y un yang. Esta es una mentalidad que viene de la religión, incluso. Viene de pensar que hay que pagar con sufrimiento cualquier tipo de placer. El sistema cree que no todo debe ser divertido o interesante. Que el colegio ees como una especie de enseñanza de la vida. "Que no debemos a aprende a hacer sólo lo que nos gusta". Yo creo que eso es idiota. Escribe. (El Niño obedece). ¿Te acuerdas de lo que hablamos de los conos y los bastones un día? Están en la retina. Son células fotosensibles.
-Me acuerdo. Son las células para ver de día y ver de noche y ver los colores y ver en la oscuridad y eso.
-Siguiente ejercicio: ¿cuál es la frase correcta "la vaca estaba en el prado" o "el prado estaba en la vaca"? Madre mía, ¿pero esta gente cómo se puede pensar que escribir esto es educativo?
-¿Todos los animales ven igual que nosotros?
-No. la visión está adaptada al contexto, al medioambiente en el que vivimos. Los murciélagos no ven ni torta, pero se guían fenomenal pues tienen un sistema de sonar perfecto.
-Sí, se guían por el sonido.
-Los insectos, los grandes vertebrados, las aves, ven la cosas muy, muy distintas. Las aves, por ejemplo, pueden ver el color ultravioleta. Los humanos no lo vemos a no ser que usemos la lamparita de los de CSI.
-Claro, porque lo usan para cazar.
-Y porque sus plumas tienen esos colores. Lo usan para el cortejo.
-Escribe la frase, cielo.
-"La vaca estaba en el prado" ya está. ¿Puedo dejar de escribir y hablar de la visión de los pájaros?
-Nos quedan otras diez frases. Siguiente: "Tenemos una moqueta en la mesa" "tenemos una moqueta en el suelo".
-Mamá, esto es para imbéciles.
-No, cielo. No existe un solo imbécil en el mundo que no lo sepa hacer y que no lo odie tanto como tú y como yo. Mira, los pájaros, no sé si todos, pero muchos, pueden ver campos magnéticos para guiarse en sus migraciones.
-Mami, yo creo que si nuestros ojos se han acostumbrado a ver la diferencia entre el aire y el agua aunque el agua sea transparente, los pájaros han tenido que acostumbrarse a ver las distintas densidades de viento.
-Estoy segura de que eso es así, sí.
-¿Y si todos los animales ven el mundo tan, tan, distinto, y nosotros somos animales, cómo sabemos cómo es el mundo en realidad?
-No lo sabemos. El mundo es según el ojo que lo mira.
-Pues a lo mejor El prado está en la vaca.
-Es más que probable, cariño. También puede ser que una mesa tenga pies. Siguiente frase: "dos y dos son cuatro" o "dos y dos son cinco". Señor, qué cruz.
domingo, 9 de octubre de 2016
MI LUCHA CON LOS DEBERES
Un día escribiré un
ensayo titulado "mi relación con los deberes de mis
hijos".
Comenzará por un capítulo
titulado "El trauma de la madre". En este primer episodio, la madre
de un hijo imaginativo y acostumbrado a recibir explicaciones sobre el universo
-yo misma-, regresa montada en una magdalena con forma de lápiz a su
propia infancia escolar. El horror de lo que ve la paraliza. Llena su mente de
rabia. Le da un soponcio al comprender lo inaudito: que el sistema no ha
cambiado en treinta años. La madre pasa del estupor al llanto, se adentra en un
sistema en el que todo lo que se le trata de enseñar a su hijo ya está sabido,
asimilado y aprendido, excepto la escritura.
Durante
este trauma inicial, la madre se niega a enfrentarse a sus propios monstruos,
no está acostumbrada a la rutina escolar, no quiere revivirla. Se dice: “ya
pasará, ya llegará lo interesante”. Pero nunca llega y lo que sí aparece es la recriminación.
La madre recibe misivas de las profesoras que le explican que no han conseguido
que el niño trabaje en clase haciendo ejercicios repetitivos. La madre alucina.
¿El niño no quiere hacer tareas repetitivas? Qué cosas, oye. ¿Y no se les
ocurre que quizá sea porque no hay nada más antipático? Será antipático, pero “es
lo que hay”. O lo hace, o se queda atrás. El trabajo que el niño no hace con la
profesora en clase va en la mochila a casa y debe ser hecho por el niño con la
madre o con quien toque. Repetitivo o no, odioso o no, inadecuado para ese niño
o no, debe ser hecho y punto. Así funciona el sistema. Los ejercicios son
inamovibles y son para todos los niños igual. La madre recibe el imposible
cometido de hacerse cargo de los problemas y del comportamiento de su hijo en
la clase. Pero hay una pequeño inconveniente. La madre no está en la clase, junto a
su hijo. La madre está trabajando. La madre paga un dinero porque le enseñen y
le motiven y para conseguir ese dinero debe ocuparse de la a veces ingrata,
pero siempre absorbente tarea de trabajar. No tiene tiempo de que el niño esté
en misa y repicando ni tampoco tiene el don de la ubicuidad. ¿Cómo hacer que
trabaje en clase si ella no está delante? Además, si la madre estuviera en la
clase, no se le ocurriría ni en un millón de años ponerle a su hijo delante de semejantes
ejercicios repetitivos. Si la madre fuese la profesora de su hijo, le enseñaría
desde el humor, desde el juego, desde la risa. Pero ella no es la profesora, es
la sargento que debe velar porque el niño obedezca a la profesora sin estar
presente en el cuartel. El niño no se motiva. La madre se tira de los pelos. El
niño, que es una persona, una persona infeliz que está sufriendo, no un soldado
que obedece órdenes a distancia, va cada vez más retrasado en la clase. El
trauma los machaca. A ella, al hijo, al otro hijo, pobrecito -la madre tiene
otro niño-, que se siente ingnorado. El colegio no ayuda porque allí siguen
empeñados en que es desde casa como hay que conseguir motivar al alumno “educándole
bien” cuando es de puro sentido común que es en el aula donde debe ser motivado
para que quiera aprender. La vida escolar se convierte en una guerra. Cada
batalla es distinta, a veces amable, a veces amarga, pero es guerra-gerrra de
trincheras.
“Yo digo
que lo haga”, cuenta la profesora y si no lo hace “lo mando a pensar o al patio
aburrido”. “Yo te respondo que le mandas hacer ejercicios matadores y estúpidos, que le
quitan el apetito por aprender”, replica la madre. Él no lo hace. Es castigado
por unas y por otros. Todos a contrapelo.
La madre
entiende que su hijo se queda atrás, que es carne de fracaso escolar y obliga
al niño a hacer los trabajos que vienen desde el colegio probando cien sistemas
distintos. Unas veces funciona el reloj de arena, otras la ayuda directa, otras
el humor. La risa. Divertir al hijo y eliminar toda negatividad y sufrimiento y
pasar tiempo cachondo con él. Descubre, la pobre madre, que como ella
sospechaba, lo que funciona es jugar, bromear, hacer búsquedas del tesoro y
sobre todo, darle salidas. No obligarle a hacerlo todo, no estrellarse contra el
pobre chico como un ariete. Pasa igual que con la comida. Deja de servirle el
plato hasta arriba, le pide lo pruebe, sin obligación de comer. Si hay que
hacer diez frases, le deja que solo haga tres. Un día, el niño
hace las diez
frases con soltura porque está de buenas, y recibe todo el aplauso, el amor y
un regalo estupendo. Y la madre le pide que cuando llegue al colegio, y
entregue la tarea y su profesora le diga “¡esto está genial, bravo!” piense en la
satisfacción que sentirá. “Guarda ese sentimiento, cariño, porque entenderás
que es mejor que la culpa y podrás recordarlo cuando de nuevo, toque hacer
deberes”. La madre ha quedado en eso con la tutora. Quiere motivar al hijo. Están
de acuerdo en que la profe le haga fiestas y le de refuerzo positivo cuando
vuelva con toda la tarea hecha. Pero la cosa no sale bien. Era de esperar. Justo
ese día, la profesora olvida pedirle los deberes -tiene su tran-trán, la mujer y
se olvida de que este niño está “en tratamiento”-. Gajes de que la madre no
pueda estar en misa y repicando. La connivencia de madres y maestras falla cada
dos por tres. La madre quiere matar a la profesora, como es natural, porque le
ha costado sangre sudor y dolor que el niño hiciera al fin las puñeteras tareas
repetitivas y va a hablar de nuevo con ella y ella le dice que vaaaale, con
condescendencia, que la próxima vez se los pedirá y la madre se arma de
paciencia para no llamarla “imbécil”, que es lo que le pide el cuerpo, porque
aquí nadie se pone en el pellejo de nadie. Y así un día y otro día, unos
aciertan, otros fallan, la tensión crece o se deshincha, el niño en medio,
retrasado en escritura, retrasado en lectura, en un lugar donde a veces importa
mas una disciplina que no funciona, una uniformidad que machaca, que conseguir
que los chicos aprendan. Importa mas todo que sonreír y reír y cultivar el
espíritu.
Pero la madre no
ceja. Es muy cabezota. Conoce a sus hijos. La madre sabe que si no se pide, si no se es pesada, no
se consigue. Entiende que es la primera que debe mostrar el camino. No va a consentir
que a su hijo le hagan sentirse imbécil, como le pasó a ella, que ha tardado
treinta años en saber que es una tía bien lista. Es su hijo y es su dolor y es
su infelicidad. Ha entendido que es ella, solo ella, quien puede neutralizar tanta
miseria escolar, porque los expertos teorizan pero no tienen al hijo en casa, no ven las horas de esfuerzo. También, ha entendido esta madre, que no puede cambiar el sistema ni estar
en connivencia con “médicos” que no son de fiar, porque se les olvida aplicar el
tratamiento establecido. Revisará mochilas cada día, no les dejará
pasar un día sin hacer el trabajo, hablará con las profesoras una vez y otra
vez, veinte millones de veces, halagándo si aciertan, reprendiéndo si se
salen de la estrategia común, recordándoles que está prohibido usar la
palabra “venga” o la palabra “vago” o los “patios aburridos”.
La madre le
demuestra a sus hijos que nunca los abandonará a su suerte y se hacen cómplices.
Se ríen juntos. Se alían como malos estudiantes rebeldes que se juntan a
trabajar o amigos que meriendan entre papeles hablando de literatura. La vida es bella y es
esta y somos geniales y la vamos a dulcificar. Si el libro dice, “copia la
frase al obispo le picó una avispa". La
madre empieza diciendo:
-¿Sabéis lo
que es un obispo, hijos queridos?
-No.
Ella se lo
explica.
-¿Sabéis cómo
funcionan los ojos de las avispas?
-No.
La madre,
que tampoco lo sabe, lo busca en internet y se lo manda leer. Los niños lo leen.
Leen varias veces la palabra avispa -que es de lo que se trata- en el contexto
que le corresponde -sin repeticiones ñoñas-, mientras alucinan por cómo funciona el aguijón.
-Ahora
copia la frase, cielo.
El niño la
copia. Al obispo le picó la avispa.
Las tardes
comienzan a orbitar alrededor del conocimiento y del estudio. Los ejercicios ya
no son frases sueltas y majaderas, las palabras se convierten en ideas. Las frases de los obispos son hilos de los que tirar para aprender
sobre el mundo.
En el
tercer capítulo
de este libro mío sobre como “convertir los deberes en placeres”, la madre ha
aceptado completamente la rutina escolar. Ha aprendido que hay buenísimos
profesores, que los motivan y malísimos profesores, que usan una especie de
formulario burocrático, para todos igual, confundiendo un sistema que funciona
para ellos con un sistema que funciona para los alumnos. La madre ha entendido
que la rutina diaria de los deberes con los hijos es como ir al gimnasio o como
aplicar el ineludible tratamiento de una enfermedad crónica. Nada más entrar
por la puerta, sin pasar por el baño, sin quitarse los abrigos, sin soltar las
mochilas, los niños se sientan a la mesa de la cocina -la mesa que construyó su
padre- y la madre se convierte en profesora particular. A la madre le gusta
tanto estar con sus hijos, que se sienta a la misma mesa a trabajar en sus
propios manuscritos -es escritora-, y enciende el ordenador y teclea mientras ellos ya copian solos
las frases de los obispos y las avispas y de las abejas y de los burros y de las yeguas. Un día, la madre levanta la vista y
descubre que el tratamiento se ha convertido en tardes de estudio y placer
y que los deberes son la excusa para estar juntos, alrededor de la mesa, rodeados
de lecturas y amor. La madre está dispuesta a hacer esto por sus hijos y se pregunta, ¿cómo
demonios pueden hacerlo todas esas madres que trabajan hasta las ocho de la
tarde y que no pueden trabajar como yo, aquí con mi ordenador en la mesa de la cocina? Sufre por ellas, escribe esto. Quiere ayudar.
domingo, 25 de septiembre de 2016
NIÑOS DE GRANDES OBSESIONES
Un día, la tutora de mi hijo me dijo:
“A Michael no le interesa aprender. No sabe escribir su nombre, se queda atrás,
no le gusta nada de nada, no trabaja.” Me quedé impactada. Si a Michael le
interesaba algo, era precisamente aprender. A mí me hacía quinientas preguntas
al día, todas interesantes. Movida por el shock, empecé a colgar en Facebook
esas preguntas y reflexiones con las que me bombardeaban mis hijos y comprobé lo que yo sabía, que estaban
interesados en aprenderlo todo. Las
reacciones de la gente de las redes eran alucinantes, padres que se sentían identificados, que me escribían por
privado, que me decían que estaban fascinados, divertidos o que con su hijo pasaba lo mismo. Las redes me confirmaron lo que yo sabía, que mis hijos son como yo digo y no como quiere la sociedad que sean. Los saqué del colegio y los llevé a otro. Los niños
siguieron siendo geniales conmigo, en privado, y yo seguí poniendo aquí sus
comentarios por dos motivos: porque ellos no tienen voz y porque sólo me muestran
sus “superpoderes” a mi. Igual que mis hijos no tienen voz, no la tienen
millones de niños. Niños que el sistema llama de Altas Capacidades y que a mi
me parece un nombre atroz -como todos los nombres burocráticos- porque además engloba a todos los niños de más de 130 CI como si todos fueran iguales, cuando precisamente la principal característica de estos chavales es la individualidad. Eso, por no hablar de la gran cantidad de niños de más de 130 CI que se quedan fuera porque aborrecen los tests, como me pasó a mi de pequeña. Además, hay un grupo de Altas Capacidades al que yo llamaría de otra manera. Yo los llamaría niños de GRANDES OBSESIONES.
Imaginemos a un Rafa Nadal-bebé, un
chavalín de diez meses, que ya camina, que tiene una coordinación estupenda, que
va con pañal, que ve un día un partido de tenis en la tele y coge una raqueta
imaginaria y una pelota imaginaria, y se pone a darle, y a darle y a darle y a
darle. Su padre cae en lo que está haciendo el niño y dice: “cariño, para ya
con la raqueta imaginaria, coño, que yo te compro una raqueta y una pelota y te
pongo delante de una pared”. Y el niño se pone contra la pared y zas, y zas y lo
apuntan a tenis y el niño es feliz porque es un obsesionado y solo quiere darle
y darle y darle y disfruta con eso. Esos son los chicos de Grandes Obsesiones
que salen fuera, que son visibles. O imaginemos que el chavalín que es hijo de
dos músicos y que cuando ve a su madre practicar, coge un violin de juguete y
se pone a imitarla, y dale, y dale, y dale, y su madre lo lleva a violín y el
niño practica y practica y todos dicen: superdotado. Es un milagro que tan
pequeño toque así el violín. Luego, están los miles, millones de padres y
madres que tienen un hijo al que solo les interesa una cosa de forma obsesiva.
Su Gran Obsesión es la física o la ingeniería industrial. Una obsesión
apasionada que excluye todo lo demás, absolutamente todo lo que es petardo del
colegio, y la madre o el padre, que conoce a su hijo y que está harta o harto
de oírle hablar de los agujeros negros y de las partículas, va a la tienda
social y dice: quiero apuntarlo a física. Pero la tienda social dice, no
señora, aquí tenemos raquetas y violines y encima le vamos a poner a usted una
cara flipada y maleducada de: "no, no, que no le interese ahora eso, es muy pequeño, ¿física?
Mejor que le interese jugar al tenis”. ¿Imaginado? Pues esa es mi vida.
Ayer se me cruzó el cable. Entendí
que cuando pongo en público los comentarios transgresores que hacen mis hijos,
los expongo de nuevo a esa terrible mirada de aquella profesora de primaria, de
tantas profesoras, unas tras otras, que dicen: "¿Física, ingeniería? No
existen los niños así". Me expongo también, claro, a los comentarios
constantes -que también los hay- de: ¿por qué no los llevas a tal clase de
física? ¿Por qué no los llevas a tal tallercito? ¿Por qué no los llevas a
enriquecimiento? Pues mire usted, no los llevo por mil motivos, siendo el
primero que los he probado todos, igual que he probado todas las cremas para la
psoriasis y todas las curas para el cáncer. No existen las clases de física
para niños que valgan la pena y no sean un sacacuartos y una chorrada y un parche (ahora me mandarán un
montón de links que ya tengo trillados, buscados, probados y descartados). Existen los conservatorios y las escuelas serias de tenis pero no
existen los recursos de ciencias en serio, para niños pequeños de Grandes
Obsesiones porque esos recursos deberían partir de las universidades, de los
centros educativos, del estado. Esto, como madre, me parte el corazón y como
ciudadana, me indigna. Esto, como mujer que sabe lo que es la felicidad, me
abruma. La vida de mis hijos es feliz, pero no es un chiste constante. Lo parecía
hasta hoy aquí en Facebook, en twitter, en las redes, solo porque nunca cuento
lo malo, porque es un foro de echarse unas risas y no ponerse melodramáticos.
Hasta hoy.
jueves, 28 de julio de 2016
FIRME AQUÍ
Todos hemos cazado alguna bruja vez
alguna vez. Los puros, también. Hoy defendemos, con toda la razón de nuestro
mundo y de nuestro corazón a una escritora atacada, acosada. Apagamos la
hoguera de los libros con asombro, frustración, entusiasmo por la palabra,
cualquier palabra, en contra de censuras, quema de ideas, mentalidades mezquinas
y puritanas, equivocadas o simplemente, estrechas. Sin embargo, ayer mismo, lapidamos
a alguien. A una persona. Lapidamos a alguien, sí, no su libro, no su obra.
Lapidamos a la persona por algo que dijo o por cómo lo dijo. Fue ayer, ayer, y ya
está olvidado. Firmamos algo en contra de alguien, en un instante de combustión
emocional que ya no recordamos y lo hicimos porque ese alguien nos miró mal, por
algo que dijo, por algo que no hizo… o ni siquiera por eso. Firmamos porque
alguien dijo que lo hizo, dijo que dijo, contó que falló. Nos subimos a los
carros justicieros con un entusiasmo que me deja boquiabierta, como si nunca
hubiéramos visto una sola película del oeste, o como si las hubiéramos visto y
nos pidiéramos ser figuración de a pie, en lugar de protagonistas a caballo. Nos
subimos a los carros y ni siquiera sabemos a dónde van los puñeteros carros. Cada
día, alguien nos moviliza para apedrear algo. Ayer pedimos que tal tipo fuese destituido
de su puesto por unas declaraciones que hizo, por ofender a un colectivo. Recuerdo
que no hace mucho se me pidió la firma para despojar de su cargo a Albert Boadella
al frente de los teatros del Canal. No firmé, porque prefiero ser sheriff y no
granjero enardecido agitando su horca, pero muchas personas a las que quiero y
respeto y admiro, lo hicieron. Firmaron movidas por su progresismo. Y es que vemos
la firma en el ojo ajeno, pero no vemos la firma propia, humillada, sesgada y atroz.
Lapidamos sin ton ni son, cargados de razón (que es sin razón), con la misma
antorcha en la mochila que hoy emplean los que se suman a prohibir, retirar,
denostar un libro que nadie ha leído y lo que es peor, que ninguno de los anónimos
firmantes habría tenido la más mínima intención de leer. Pero no caigamos en este
error. No, no caigamos en esto. Este es un “mea culpa”, un “nostra culpa”. La
gente de la cultura tiende a creer que “Los leídos” lapidan menos que los que no
leen y que son los que no leen los que montan estos tinglados. Pues no.
Lapidamos igual. Los cultos, artistas, escritores, lapidamos con semejante
entusiasmo. Lapidamos y olvidamos, lapidamos y olvidamos, en nombre de la
cultura, del progesismo, de la izquierda, de la humanidad, de la igualdad.
Lapidamos al que más rabia nos da, lo hacemos con una saña sangrante, por ser
de derechas. Lapidamos escondiendo la mano o directamente, palmeando a mano
abierta. Damos unas hostias como firmas, subidos al filo del doble rasero. Firmamos
sin saber de qué va un asunto, sin investigar, sin tiempo, sólo porque uno que
dice que otro dijo que está enfermo o porque hay un náufrago a la deriva en la
polinesia o porque queremos ser algo más de lo que somos, tristes grises de
sofá. Firmamos sin leer la letra pequeña del contrato o discutirlo con alguien
que sepa. Firmamos con el pulgar, como analfabetos, o con el pulgar hacia
abajo, como los romanos del coliseo, movidos por el ataque al hígado de unas
declaraciones desafortunadas. Firmamos lo que sea sin tener una opinión real,
interna, reposada. Firmamos sin medir las consecuencias para una mujer y su
familia, para un hombre y su infarto, para nosotros mismos como sociedad.
Firmamos sin pensar en nosotros mismos o en el día después de la firma, porque
firmamos sin consecuencias, o eso pensamos, que no hay consecuencias. Pero las
hay. Son graves, las consecuencias. Los demócratas y los dictadores de corazón
somos los mismos. Los mismos. Todos pudimos votar a Hitler. Los leídos y los no
leídos, los de derechas y los de izquierdas, los progres y los conservadores.
Los mismos. Esto es una certeza. Este es el miedo que me embarga. Los mismos. Firmamos,
o nos sentimos tentados de firmar contra el enemigo visceral, porque nadie es
puro en su moral cuando atacan sus apasionadas ideas. Vemos la firma en el ojo
ajeno, pero no vemos la cuerda de linchar en nuestra propia alforja. Bien, pues es
hora de aspirar a ser mejores, leches. Hay que dejarse de hacer enemigos y ponerse a hacer seres humanos. Es la hora de dar ejemplos de principios y de
decir que no, que ¡NO!, mira, que yo no firmo sin entender lo que firmo y sus
consecuencias, porque estas consecuencias las pagamos todos, porque el que
viene detrás soy yo y no me dejo crucificar. Cambiemos el mundo desde el sofá. Cambiemos
el mundo temiendo y respetando el poder de nuestra propia firma. Firmemos no
firmar en contra de las ideas de los demás.
miércoles, 13 de julio de 2016
AGRESIÓN
Desde hace unos días, tenemos un debate abierto entre mujeres. Un debate curativo, espero. Estamos compartiendo ataques machistas, sexistas, agresiones que hemos callado por pudor. La intención: el desahogo, pero aprovechando este desahogo, quizá ellos, nuestros amigos, nuestros hombres, nos entiendan mejor. Me vienen a la memoria encuentros machistas, muchos. Tipos que meten mano, tipos que fuerzan la mano, tipos que dan miedo porque se toman confianzas en lugares y momentos equivocados, como el taxista del que hablé en mi página de Facebook. Casi nunca me he enfrentado a ellos. Ante la agresión sexista, he adoptado la estrategia sumisa, llevar la corriente o fingir que es una broma y que no he escuchado bien, la retirada a tiempo. Pero hubo una vez que estuve al borde de la agresión machista. Salía de la compra, con Michael, que tenía tres años. Era julio, cuarenta grados. Me encuentro con que un tipo ha aparcado en doble fila, tapándome la salida. Meto al niño en el coche al sol, meto la compra y entro en el supermercado a dar una voz en busca del conductor. Nada. Salgo junto al niño. Pito. Reviso el coche. Está lleno de clichés: medallitas de San Cristóbal, el carné de mejor padre del mundo, fundas de un equipo de fútbol, un perrito de los que agitan la cabeza. El coche lo ha atrezado Tarantino. Pito. Nada. Saco de nuevo al niño del coche. Seguimos al sol. 40 grados. Entro de nuevo en el supermercado, y ya, cabreadisima, doy un grito bien fuerte. Se vuelven dos, un tipo y una tipa, con su santa pachorra. Les digo que llevo un cuarto de hora al sol. El tipo se me acerca y no se disculpa, directamente, me insulta:
-Pero ¿tú de qué vas gritando así?
-He entrado dos veces, he llamado y he pitado y ya me he cabreado. ¿Por qué aparcas en doble fila? Hay huecos de sobra.
-Hago lo que me sale de la punta de la poya.
-¿Perdona? ¿Es en serio? ¿Dejáis el coche en doble fila, os vais los dos a comprar cocacola y patatas y don Simón y la señora con el niño pequeño y el carro lleno, que se joda, que yo hago lo que me sale de la punta de la polla?
-¿A que no te quito el coche?
-No, no lo quites -digo sacando el móvil. -Ahora mismo llamo a la policía a ver si con ellos también haces lo que te sale de la punta de la polla.
La calle está llena de terrazas, nos mira todo el mundo. Estamos muy cabreados. El niño, en el coche con cara de susto, no pierde detalle. Yo debería parar, dejarlo correr, pero no lo puedo soportar. Me invade la furia. Llevo toda la vida dejándolo correr y estoy hasta los ovarios de dejarlo correr. El tipo me mira con todo su desprecio y dice:
-A ti lo que te pasa es que te hace falta uno que te sepa follar bien follada. ¿Y sabes que te digo, eh, eh?
Me trago el insulto, que es brutal y me preparo para una nueva andanada humillante. Los mirones no se pierden nuestra bronca al sol, siento su apoyo sin palabras y su expectación. Al fin, en vez de decir algo genial, me suelta:
-Que me la suda.
Y me puede mi lado de coordinadora de guión, y de correctora de diálogos y estallo en un ataque de risa fingido.
-Me la suda. ¡Jajajajajaja! ¿Esto es una buena frase? ¿Esto es lo que decís los tíos de pelo en pecho? ¿Me la suda? ¡Si eso era algo que decíamos de pequeños! ¡Por Dios, y yo esperando la gran frase y dices "me la suda"!
El tipo pierde los papeles. Nada humilla más que la risa y se acerca a mí. Veo sus intenciones y le digo:
-Vamos, pégame. Pégame porque tengo veinte testigos -le señalo a la gente de las terrazas- y estoy deseando que me pegues y que llamen a la policía al ver como agredes a una mujer delante de su hijo.
Sólo entonces, la chica que iba con él le agarró y lo metió en el coche. Se marcharon quemando rueda (que no falte un solo cliché). La gente que estaba en una mesa cercana me aplaudió. Yo me sentí una mierda. Aquello había sido suicida. Probablemente incluso le provoqué más de lo que nunca he provocado a uno de estos animales ibéricos con los que me he encontrado a lo largo de la vida. Le provoqué porque estaba cansada. Porque había 40 grados y porque mi marido se estaba muriendo.
Cuando arranqué, mi hijo de tres años, asustado pero valiente, me dijo:
-Mami, ¿por qué le dijiste a ese señor te pegara?
-Pero ¿tú de qué vas gritando así?
-He entrado dos veces, he llamado y he pitado y ya me he cabreado. ¿Por qué aparcas en doble fila? Hay huecos de sobra.
-Hago lo que me sale de la punta de la poya.
-¿Perdona? ¿Es en serio? ¿Dejáis el coche en doble fila, os vais los dos a comprar cocacola y patatas y don Simón y la señora con el niño pequeño y el carro lleno, que se joda, que yo hago lo que me sale de la punta de la polla?
-¿A que no te quito el coche?
-No, no lo quites -digo sacando el móvil. -Ahora mismo llamo a la policía a ver si con ellos también haces lo que te sale de la punta de la polla.
La calle está llena de terrazas, nos mira todo el mundo. Estamos muy cabreados. El niño, en el coche con cara de susto, no pierde detalle. Yo debería parar, dejarlo correr, pero no lo puedo soportar. Me invade la furia. Llevo toda la vida dejándolo correr y estoy hasta los ovarios de dejarlo correr. El tipo me mira con todo su desprecio y dice:
-A ti lo que te pasa es que te hace falta uno que te sepa follar bien follada. ¿Y sabes que te digo, eh, eh?
Me trago el insulto, que es brutal y me preparo para una nueva andanada humillante. Los mirones no se pierden nuestra bronca al sol, siento su apoyo sin palabras y su expectación. Al fin, en vez de decir algo genial, me suelta:
-Que me la suda.
Y me puede mi lado de coordinadora de guión, y de correctora de diálogos y estallo en un ataque de risa fingido.
-Me la suda. ¡Jajajajajaja! ¿Esto es una buena frase? ¿Esto es lo que decís los tíos de pelo en pecho? ¿Me la suda? ¡Si eso era algo que decíamos de pequeños! ¡Por Dios, y yo esperando la gran frase y dices "me la suda"!
El tipo pierde los papeles. Nada humilla más que la risa y se acerca a mí. Veo sus intenciones y le digo:
-Vamos, pégame. Pégame porque tengo veinte testigos -le señalo a la gente de las terrazas- y estoy deseando que me pegues y que llamen a la policía al ver como agredes a una mujer delante de su hijo.
Sólo entonces, la chica que iba con él le agarró y lo metió en el coche. Se marcharon quemando rueda (que no falte un solo cliché). La gente que estaba en una mesa cercana me aplaudió. Yo me sentí una mierda. Aquello había sido suicida. Probablemente incluso le provoqué más de lo que nunca he provocado a uno de estos animales ibéricos con los que me he encontrado a lo largo de la vida. Le provoqué porque estaba cansada. Porque había 40 grados y porque mi marido se estaba muriendo.
Cuando arranqué, mi hijo de tres años, asustado pero valiente, me dijo:
-Mami, ¿por qué le dijiste a ese señor te pegara?
domingo, 15 de mayo de 2016
SOBRE LO QUE NO IMPORTA
Conté en las redes que mis hijos
llevan el pelo largo, y que muy a menudo, la gente los confunde con niñas cuando
vamos por la calle. En pocas palabras, di a entender que esto es propio de una
mentalidad retrógrada y alguien me puntualizó en Facebook que no es una mentalidad
antigua o machista, sino que en su modesta opinión, se trata simplemente de un
error que comete la gente por una cuestión de realidad numérica. Es decir: que como
hay más niñas con el pelo largo que chicos con el pelo largo, la gente mete la
pata sin querer.
Sin querer. Estadística. Hummm. Esto,
que es un asunto sin importancia, me hace reflexionar sobre la verdadera
importancia del asunto. La aseveración es que a día de hoy, en España, por la
calle, hay más niñas con el pelo largo que niños con el pelo largo. Que el error nace de la realidad numérica y no se debe a un prejuicio estandarizado. Creo que puede ser verdad, pero
también, puede ser, una gran mentira. ¿Quién ha hecho esta estadística? ¿Son
los comentarios de la gente fruto de la realidad objetiva del ambiente en que
vivimos o son fruto de una realidad inventada? ¿Las opiniones, el modo en que nos
comportamos, los comentarios que hacemos sin ser invitados a comentar… se basan
también, como en este asunto sin importancia, en realidades numéricas? Hay más
niñas de pelo largo. Por eso, por pura costumbre, estamos habituados a ver un
ser bajito de pelo largo, vestido de chico, y sin pensar decimos: ¡niña! Supongamos
que sí. Que esto es científicamente, estadísticamente correcto, y que hay más
niñas con el pelo largo y que somos como perros de Paulov que nada mas ver un
ser bajito de pelo largo, ya no nos fijamos en nada más y gritamos: ¡niña! Supongamos
que hay más niñas de pelo largo, igual que hay más niños con el pelo corto,
igual que hay más parejas heterosexuales que parejas homosexuales, igual que
hay más personas con dos brazos que mancos de nacimiento, igual que hay más chinos
de la China con rasgos asiáticos, que españoles con rasgos asiáticos nacidos en
Chamberí viviendo en la meseta central. Supongamos también que es pura
estadística que hay más personas, hombres y mujeres, machistas que personas no-machistas.
Si esto es cierto, son los números los que nos están jorobando, no las personas
con sus comentarios y sus percepciones de la realidad basadas en hechos
empíricos. Los números son culpables y nosotros, unos seres angelicales,
inocentes de todo prejuicio. Fin de la discusión. La realidad numérica, la muy
cabrona, es la gran culpable de las meteduras de pata, errores, machismos bienintencionados, comentarios
racistas o discriminatorios, humillantes o equivocados y para nada lo son los
prejuicios y las falsas percepciones de la realidad que se basan en supuestas realidades numéricas. Vale, hago demagogia, pero seguidme la corriente.
Era verano. Aeropuerto de Barajas. Yo
viajaba a Inglaterra con mis hijos (los que parecen niñas, porque hay más niñas
de pelo largo). Estaba en la cola del control de pasaportes. El joven y diligente
policía uniformado me catalogó nada más verme. Nada más ver a una madre sola con
dos hijos, el joven policía, diligente y uniformado, pensó: “Ajajá, he ahí una
madre sola con dos niños. La nueva ley dice que los niños sólo pueden viajar al
extranjero en compañía de uno de los progenitores siempre y cuando lleve
permiso por escrito del otro progenitor. Como esa señora, que va con esos niños
que parecen niñas, intente pasar por aquí sin el imprescindible permiso
paterno, hoy no viaja. No via-ja”. Llegué
ante el policía. Como soy viuda, es de cajón que el muerto no me había dado su permiso
por escrito, así que, a pesar de que yo llevaba todos los papeles en regla: el
libro de familia, el certificado de defunción, los documentos de identidad… la dichosa
realidad numérica había querido que el joven policía nunca se hubiera
encontrado con una viuda de viaje con sus hijos. Ahorraré la conversación con
el poli diligente, que fue larga, fue de las que forman cola de gente cabreada,
y que concluyó con un: “si su marido no puede darle permiso, se lo tiene que
dar un juez”. Eso me dijo el policía, con su chapa, su gorra y su porra y su cara
de policía majísimo y eficiente de Barajas. Yo era una mujer sola, no tenía
marido, mi marido no podía dar el permiso, luego era una mujer que para sacar a
sus hijos de España, necesitaba el beneplácito de una instancia superior: ¿Qué
hay superior a un marido ausente, que en paz descanse? Un juez. Por supuesto,
se demostró que el policía se columpiaba -y de qué manera-. Sí, claro, su error
fue provocado por la realidad numérica, la estadística dichosa. Hay que
disculpar al joven y diligente policía, que es que lo que pasó es que numéricamente
hablando, en el mundo hay más niñas con el pelo largo, igual que hay más niños
con el padre vivo, igual que hay más divorciadas que secuestran a sus hijos
tratando de cruzar la frontera con libros de familia falsos que padres majos,
sin causas con la justicia, que se van de vacaciones a Inglaterra.
La estadística también tuvo la culpa
de que el técnico de telefónica que vino a mi casa a reparar el cable roto me dijera:
“esta rama del pino igual roza en el cable. Dígale, si eso, a su marido que se
la corte”. Coño, qué frase. La voy a repetir: “dígale a su marido, si eso, que se la corte” Un error claramente
basado en la realidad numérica. Estadísticamente hablando, hay muchísimos más hombres con
experiencia en cortar ramas de pino, que mujeres. Seguro que las
estadísticas nos dicen que son los hombres, sólo los hombres, los que se suben
a los árboles con el serrucho cuando llega el momento de cortar una rama de
pino. No es que yo conozca a muchos hombres de esos. De hecho, pienso en la
poca maña que se dan para el bricolaje la mayoría de los amigos que tengo (escritores
e intelectuales, sí, esa gente tan torpe para todo lo que no sea pensar) y creo
que igual, la realidad numérica está equivocada. Lo triste es que si nos
hicieran una encuesta, estadísticamente hablando, una mayoría de hombres y de
mujeres, diríamos que es así. Que son los hombres los que se suben a los
árboles cuando toca subirse, mientras que somos las mujeres las que los
jaleamos como pesadillas constantes, para que “si eso”, nos corten de una puñetera
vez la dichosa rama. Vivimos en el cliché estadísticamente cierto. Un cliché
que nos reafirma en una realidad inventada o como mínimo, no comprobada. Vemos el
cliché y no a la persona que tenemos delante: vemos niñas donde hay niños y
hombres cualquieras en los arboles donde debería sólo haber jardineros experimentados.
¿Pero puedo aplicar una estadística
sacada de la manga para atacar otra estadística sacada de la manga? Si lo
consigo, seré genial, genial, genial, así que voy a intentarlo. Que yo haga
reflexiones sobre el machismo, que lance un tuit al respecto y que venga
rápidamente alguien a defender la sociedad, y a los torpes que se equivocan, diciendo
que la sociedad es inocente porque yerra a causa de la realidad numérica, es también
una cuestión de estadística. Siempre me pasa. Me pasa siempre. Siempre,
siempre, siempre que hago comentarios sobre la discriminación, me salen al paso
los abogadillos del pueblo, diciéndome que no es así, que veo fantasmas cuando
lo que debo ver son realidades numéricas. Que el machismo no es algo
generalizado. Que el canon patriarcal es cosa del pasado. Es entonces cuando me
miro en el espejo y veo la estadística. Mi estadística. Siempre me pasa.
Siempre. Veo esas veces, tantas, muchas veces que pienso en lanzar un tuit, o
un estado de Facebook y no lo lanzo, me lo como, me lo callo, para evitarme a estos
señores petardos que me sacan a relucir la estadística. Muy mal, Lea. Fatal. Lo
que uno se deja dentro, se pudre. Esto se lo oí una vez a no sé quién y me
encantó. Se pudre.
Los llamados micromachismos forman un
caldo de cultivo, pequeños abscesos bajo la piel, un ponche social que nos
afecta a todos, todo el tiempo, continuamente, como los rayos del sol. Unas
veces, a los prejuicios inconscientes, errores tontos, les damos poca
importancia, sobre todo si no hay daños colaterales. Otras veces, ya fastidian
más porque te hacen perder horas, dinero y aviones. Otras, son terribles y te
marcan de por vida. Por eso, por este último motivo, hay que salirse de la estadística,
de la cómoda y cálida mayoría, y reflexionar en voz alta y decir que la realidad me la trae floja cuando se trata de matar clichés. Esta es mi reflexión sesuda y demagógica sobre lo que no importa.
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