lunes, 11 de agosto de 2014

El jardín de la memoria

Nuestras vacaciones inglesas van llegando a su fin. Ayer conduje doscientas millas, de Brighton a Calne, Wiltshire. Fui con los niños a casa de dos grandes artistas. Viven en una antigua escuela, tejado de pizarra, paredes de piedra, áticos de tablones, ventanas tapiadas por lienzos apilados, ventanas inexistentes, abiertas a la imaginación por falsos paisajes colgados de las paredes. En la vieja escuela, también llamada "the old Guthrie", huele a trementina. Sus moradores llevan pegotes de pintura en la ropa y salen a una  caseta en la calle, donde también "vive" la lavadora, para mear. Helen es pintora, Richard, escultor, aunque ya está retirado desde que desmanteló la fundición. George, el hombre inglés de mi vida, lo conoció hace unos treinta y cinco años, cuando más que dar clase de física en Calne, gamberreaba en St Mary's, un internado de señoritas entre las que destacaba por su buen humor y su famoso padre, Jade, la hija de Mick Jagger. Qué tiempos aquellos y qué contraste.
Richard y George se hicieron íntimos en los inviernos de esa campiña inglesa, preciosa en las películas, pero impenetrable en la realidad. Una campiña de paredes vegetales en verde mojado, que es un tipo de verde oscuro que te salpica al pasar. Una campiña cerrada por setos de dos metros, que los locales llaman "the hedgerow" y que dividen la naturaleza en habitaciones sin techo ni escapatoria, pero que a pesar de sus terribles espinos, a veces regalan sabrosas bayas con las que hacer mermelada.
Desde la muerte de George, trato de ver a Richard, el escultor de animales de bronce, y a Helen, la pintora de naturalezas muertas, al menos, una vez al año. Ayer pasamos con ellos la velada. Contamos los años. Se cumplen veinte desde mi primera visita. Yo era una jovencísima de 24. Helen y Richard acababan de comenzar su relación. Ni yo era escritora, ni ella pintaba. Ahora Helen expone en solitario, en elegantes galerías londinenses. Sus lienzos se venden por miles de libras. Ayer, yo entregué mi último guión de la última serie y ella cuarenta cuadros al enmarcador. Yo he escrito 800 capítulos de televisión y cuatro novelas, pero sobre todo, entre las dos, hemos escrito mucha vida. En mi caso, un amor, dos nacimientos y una muerte.
Les conté mis proyectos y traté de explicarles qué es El jardín de la memoria. No fue fácil. Es una novela sencilla de leer, corta, intensa, poética, periodística, dura y delicada, pero también es un libro difícil de explicar a la hora de hacer esto que se llama "la promoción". Promoción en prensa que está a punto de empezar pues el libro saldrá en septiembre. ¿Qué vas a decir en las entrevistas? Me preguntó Helen. Le respondo que no tengo ni idea. No me gusta preparar frases manidas. Suelo ser elocuente sin ensayos. ¿Cómo se te ocurrió escribirlo?, me pregunta Richard. "Le pregunté al médico qué debía hacer mientras George yacía en la cama, esperando el final y me respondió: nada, no puedes hacer nada más que acompañarlo. Yo no me conformé con eso y le dije a George que iba a escribir la historia de los Collinson, explicarle los misterios de su infancia y de su muerte.  A George le pareció una idea excelente. Nos dio algo que hacer, algo que discutir, algo que construir con palabras para los niños y sobre todo, nos cambió el punto de vista. Sí, así empezó.
En el Jardín de la memoria cuento tres historias entrelazada. La primera es la de Boix.  Es la vida de un héroe español, testigo en Nuremberg. De hecho, Boix es el único español que testificó contra el nazismo. La vida de este republicano siempre fue para mí como una trama de thriller sacada de esos clásicos que se te encierran de por vida en la almoneda de los favoritos. Boix, el fotógrafo de Mauthausen, es como un héroe de Hemingway o un personaje de alguna película en blanco y negro, tipo "Casa Blanca", o quizá alguna más moderna como el "libro negro". La historia, como las mejores tramas de novela de intriga, o de "prisiones" o de espías y guerra, es simple y poderosa: Un ex soldado encerrado en un campo de concentración decide ser testigo y actuar. Para sobrevivir a lo que está ocurriendo, opta por sacar la verdad de contrabando en forma de negativos fotográficos. Eso cambia su forma de ver el horror, cambia el sentido de todo lo vivido. Una pequeña decisión lo convierte en parte activa y al fin, su estancia en el campo cobra sentido y Boix pasa por los juicios de Nuremberg y por la historia.
Yo no estaba en un campo de concentración, de acuerdo, pero el cáncer o mejor dicho, su onda expansiva, puede aprisionarte, dominarte, matarte antes de tiempo y acabar con los tuyos, sueños y esperanzas, paralizarte de miedo, obligarte a no ser... A no ser que uno haga como Boix y siga el instinto, el olfato periodístico, eso que pide el cuerpo, y se proponga hacer lo que mejor uno sabe hacer: escribir. Vivirlo, verlo, observarlo... para contarlo. A mí, sobre todo, me lo pidió el cuerpo, no fue algo así, meditado. Como hacemos los escritores, comencé a escribir. Al hacerlo, insisto en esto, cambié el punto de vista. Me desdoblé en personaje y autora y le puse cuerpo a esa frase que recitaban constantemente los amigos o las otras madres del colegio: "Yo no sé, Lea, no se qué haría si estuviera en tu lugar". Yo tampoco sé lo que habría hecho de no tener la escritura. Igual que no sé que habría hecho Boix de no tener la fotografía. Supongo que lo que todos, simplemente: viajar. La muerte es un viaje por un paraje desconocido del que tenemos referencias tétricas, terroríficas, pero sobre todo, equivocadas. Yo estuve en el paraje de la muerte, lo visité con mi familia, mis dos hijos, y como una periodista infiltrada -como aquel Gunter Wallraf al que el profesor Sorela nos hizo leer en la universidad, y que recuerdo como una de las lecturas cruciales de la juventud-, me propuse contar la verdad. La más pura verdad. Que la muerte es un viaje por un lugar fascinante, y que como el buen final de un buen libro, ha de ser medida, estudiada, domada, feliz, retratada.
Un tercer relato se entrelaza con nuestros últimos días y la aventura de Boix. Es la historia sacada de unas cajas de bombones de 1957. La investigación exhaustiva de la familia de George, Los Collinson en Malmesbury, sus padres y hermanos. La historia a la que me aferré para tratar de entender mi propio viaje hacia el final y que me sirvió para interiorizar esa rama inglesa que han de heredar mis hijos y de la que perdería el hilo con nuestro adiós.
En esas cajas está la correspondencia de una madre a su hijo de diez años, y la del niño a su madre desde el hospital de Niños Enfermos de Bristol. Al leer las cartas de Connie y Stephen, se comprende otro tipo de tragedia, aparentemente a años luz de la de Boix y sin embargo, tan cercana en mis pensamientos. Esa tragedia, la prosaica, similar a la mía, la del día a día, la de una familia desgarrada por dentro pero que ha de seguir funcionando, la de los muertos anónimos, me atrapa, me interesa, me toca de lleno. Así que busqué el valor mirándome en el espejo de aquellas cajas, reliquias de los Collinson que son decenas de cartas inocentes, maternales, infantiles, llenas de cariño y paz, y en ellas encontré todas las respuestas.  Leyendo esas simples cartas sin trascendencia histórica pero de gran importancia emocional, comprendí lo que es el miedo y donde se encuentra el coraje y la felicidad. Tras leerlas puedo ver ese abismo tan falso que es a veces la vida, la rutina, la normalidad. Es como un superpoder de rayos X que proporciona el roce con la muerte.

El jardín de la memoria es un despertar. Todo es visible cuando llega el final. El amor es más amor, la risa es más risa, una caricia es un recuerdo imborrable. Nada más importa. Junto a la muerte, se aprende a vivir, y mi libro sirve, creo, para expresarlo.
Richard se sorprende, Helen también. Parece una historia compleja, me dicen con los ojos iluminados de algo. A Richard le fascina lo que cuento. Quiere que lo traduzcan al inglés, río. Trato una vez más de explicarlo y sólo me viene una comparación. Si en lugar de un libro fuera otra cosa, El jardín de la memoria sería la colcha de patchwork, hecha de recuerdos y retales, que cosí a mano, con total dedicación, escogiendo cada fragmento por su textura y su colorido y su simbolismo. Es una colcha de palabras dulces, duras, verdaderas, puras, cálidas, divertidas, lúcidas y valientes. Un quilt de momentos finales, trascendentales, junto al amor. 

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