viernes, 30 de mayo de 2014

Entre cartas o poesía, Munárriz


Querido Munárriz,

Esto es a cuento de tu artículo sobre tu gran amigo Alberto Vega. Espero que no te moleste que te cuente cosas importantes ante los diez o doce gatos y algunos asturianos, que nos miran, pero leerte me inspira, ya sabes.

Mi padre es poeta, mi abuelo era, seguro, poeta y periodista y mi bisabuelo entiendo que también, pues era un muy buen sastre de León que se ahorcó dejando un bebé recién nacido. Quizá se mató porque era sastre y quiso ser poeta, que no es una profesión decente, pero es una vida. (Ahora saldrá por aquí algún primo y me dirán que no se ahorcó, que se pegó un tiro como Larra, ya lo verás.)

Yo no soy poeta, no me atrevo, pero escribo cartas. A los e-mails, yo, cuando son así, como esto, largos y con calma, los llamo cartas. ¿Desahogos, necesidad, literatura? Todo es lo mismo, se lo dejo a los psiquiatras. Las escribo, las cartas, desde los seis años porque me lo pide el cuerpo. De pequeña lo hacía a escondidas, hablando con un ser del espejo que me comprendía y curaba heridas sentimentales con vendas de papel. Después escribí mucho y bien a los demás con la excusa de la distancia: a mis amigos de León, a los novios ingleses, a Cristina "la francesa", a aquel hermoso holandés Mark, se llamaba, que en la estación de Milán corría junto al tren en movimiento con un ramo de flores en la mano, como escapado de una película de Vittorio de Sica.  Yo escribía a mucha gente que me escribía de vuelta y de hecho, creo que mis novelas no son otra cosa que cartas, cartas muy largas.

Cuando me documentaba para escribir La cirujana de Palma, novela que te recomiendo porque está escrita desde un sentimiento grande, -aunque por la solapa parezca un libro pequeño-, leí cientos de periódicos mallorquines de la época: 1835. Disfruté muchísimo. Eran artículos como los tuyos de El País que recuperas ahora para el blog y que tanto me inspiran para otros proyectos. Aquel periodismo me transportó en el tiempo y gracias a esos escritos vivos, irónicos, precisos, sencillos y sorprendentemente modernos comprendí el pasado. También había cartas de un lector airado, cartas humorísticas, saineteras y hasta folclóricas. Había discusiones políticas o vecinales entre apasionados discursos militares y algo de crónica social. En fin, me desvío del tema y ya te haces una idea. La cosa es que entre todo aquello, encontré perlas y sobrasada mechada con dulce, que no sé lo que es, pero que apetece muchísimo con unas cervezas. Había también en estos periódicos una enorme ilusión por una reina niña que acababa con el absolutismo, periódicos como El Constitucional. Una maravilla. Pero lo que más me gustó fue el tablón de avisos Un rincón delicioso por su sabor local. Se respiraba en esos "avisos" el espíritu de una comunidad pequeña en la que nadie robaba porque se sabía, nadie mataba porque lo cogían o nadie desconfiaba por todo lo anterior. Mallorca era un paraíso real. Te pongo dos ejemplos: "Doña Maria Sa Forteza ha perdido una pulsera de oro con cierre de diamantes entre la Rambla y los Capuchinos.  El que la haya encontrado, que la traiga a esta imprenta y se le restituirá a su dueña". El otro es este: "El catedrático don Pablo Socías falleció el mes pasado y entre sus libros se echa a faltar el tomo primero de Artistas italianos del Renacimiento, publicado por la casa Cortés. Su familia cree que pudo prestárselo a un amigo. Si es así, puede devolverlo en el número 1 del Carrer..."

Recuerdo que pensé en ese amigo anónimo que guardaba el libro de un muerto. Imaginé las circunstancias del préstamo, evocador de mil historias con aroma a sobrasada mechada con dulce. Recuerdo haber pensado que prestar un libro querido es una metáfora de la amistad. Es más generoso que un regalo. Incluye confianza en la lealtad del amigo, en la bondad del amigo, en la buena calidad del prestatario porque cuando prestamos un libro, no dejamos en prenda un objeto, dejamos en prenda las emociones y los recuerdos que el libro nos genera al acariciarlo.

Yo creo que los poetas (en un alarde me incluyo), aunque seamos epistolares, tenemos una biblioteca interior. Un lugar entre las costillas y las almenas. El rincón en el que guardamos otro tipo de libros transparentes. Los libros que coleccionamos dentro mientras vivimos con los amores y bebemos con los amigos.

A los amigos de verdad, a los del alma, les dejamos pasearse por nuestra biblioteca interior y les prestamos lo que les dé la gana, felices de que escojan lo que les parezca. De que "nos escojan". Lo hacemos con placer, anticipación, de corazón y en la confianza plena en que no nos robarán los trozos de pasado (recuerdos) que van entre las páginas.

Y entonces, el marido, el amor, el amigo... Se muere.

Siempre se dice que cuando alguien al que queremos mucho muere, cuando se va para siempre, el amigo, el amor, el compañero... no ha muerto del todo porque vive en nosotros. Yo he comprobado que esto es cierto. Es un cliché, pero es real. Cuando George murió, quizá para salvarme yo pero de forma inconsciente, adopté gestos, frases, actitudes e ironías y ahora es cierto que vive en mí y que aquí lo tengo. En cambio, lo que nunca se dice -de eso no hay cliché- es que cuando un amigo se va, nos quita un trozo de algo, un órgano, un dedo, un ojo o un brazo de un zarpazo. Cuando un amigo se va se lleva a la tumba el libro de amor que le prestamos y ya nunca nos lo devuelve.

Es un libro, el que digo, con pocas palabras, escrito a carcajadas, armado de miradas hasta las tantas. Miradas de "yo estoy en ti". "Tú estás en mí". "Estamos aquí".

 

 

Lea Vélez

Escritora y Guionista

 

 

 

 

 

                                                                                       

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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