domingo, 22 de marzo de 2015

EL VALOR DEL AUTOR


Esto me ha pasado de verdad hace dos días. Imagino que le está pasando a otros compañeros guionistas, músicos o realizadores. Os pido que denunciéis los hechos a vuestra asociación profesional o sindicato y también a vuestra sociedad de gestión. La carta que reproduzco es real. Se la escribí yo al jefe de producción con el que había llegado a un acuerdo por la venta de una idea original para TV. He quitado los nombres de los implicados. Quién quiera saber de qué productora se trata, puede enviarme un mensaje a través de las redes y le contestaré por privado.

Querido productor,
Sintiéndolo mucho, no acepto la oferta que me hiciste de compra de derechos del proyecto de TV que os presenté el otro día. Es decir, que retiro mi idea de vuestra productora. No es una cuestión de renegociar condiciones. Es una cuestión de puntos de vista. Vosotros pensáis que las series las vende una productora y yo pienso que las series las vende una buena historia. Como me pides explicaciones y me dices que no entiendes bien qué me ha pasado y quieres reunirte y yo no tengo la menor intención de dejarme convencer, te lo explico por carta.
Mi idea me parece demasiado buena para nacer muerta. Tras la reunión que tuvimos -en la que he de decir que fuiste extremadamente educado, ningún reproche en ese sentido, de verdad- he dormido mal, he comido mal y por más que piense que hay una crisis, que igual las cosas están difíciles, no quiero vender en las condiciones que me ofreces, que son las de ignorar qué es o para qué sirve un autor.
El futuro del proyecto murió en la primera reunión de producción. No fue una muerte fulminante. Todo empezó cuando me dijiste que si la cadena pedía un tratamiento, yo debía desarrollarlo con otro guionista.
-Ya pero, la idea es mía... ¿No debería decidir yo si lo escribo con otra persona?
-No. Aquí todo se escribe entre dos personas.
-¿Y en quién habéis pensado?
-Eso ya se verá. A uno que escojamos.
-¿Y no puedo… escogerlo yo?
-No, porque nosotros llevamos la producción ejecutiva. Así que ese otro guionista es cosa nuestra exclusivamente.
Me quise levantar, ¿por qué no me levanté? Pensaba en la primera página de mi proyecto, que era una declaración de intenciones sobre la autoría del guionista, muy en plan Jerry Maguire... La primera página del proyecto es el alma de la serie que queríais comprar y que supuestamente os había encantado... y tú me decías esto de un guionista traído por el artículo 33 y yo no daba crédito. Hubo bastante forcejeo por mi parte: que si al menos me consultaríais, que si yo es que hay gente con la que no trabajo bien, que si tal… pero nada cuajó y tragué con esto del guionista “a ciegas” muy poco satisfecha. Entonces llegó la segunda cosa tremenda, que ni mucho menos es la más grave. No, no es la más grave, porque la tercera cosa es fenomenal. En este segundo punto me explicaste que si se decide escribir un guión piloto y la cadena no paga el desarrollo (cosa más que habitual), yo lo escribiría como debe escribirse un guión piloto: con su técnica, su escaleta, aplicando en él mis veinte años de experiencia, mi habilidad para el enganche, la más extraordinaria imaginación posible, las horas de sueño y reescrituras, sus diálogos brillantes, su alma, su total profesionalidad, su entusiasmo, las horas de reuniones y sugerencias y cambios, las idas y venidas, la creatividad, la ilusión. A cambio de todo esto, vosotros ponéis el 25 por ciento de su valor. Yo entrego 100 por 100 de trabajo ilusionante, vendedor de una serie a una cadena, piloto milagroso que dará empleo a un equipo de cien personas y con el que harás el negocio para el que existe tu productora… por el 25% de su precio. El resto, (cifra nada generosa) me será entregado al inicio de la producción, que en el mejor de los casos, si sucede el milagro de la ilusión, de aunar virtudes, de juntar emociones de ejecutivos y productores, de alcanzar la sublime inspiración en la desesperación económica o emocional… no será hasta dentro de… en fin. Vale, no empleaste tantas palabras, pero quería dejar clara la desproporción. Te dije que esto no me parecía nada bien y reclamé el pago total. Si yo te escribo un guión, tú me das lo que vale. Me dices que no. Que no se puede. Que lo tome como una inversión. Yo te digo que inversión sería si la productora fuese una cooperativa y yo socia de la cooperativa. No es el caso. Te digo que el que no está invirtiendo en la serie eres tú. Tu no inviertes, yo te lo escribo y encima tengo que poner de mi bolsillo tres cuartos del valor… tu insistes en esto de la “inversión” y yo te digo sin perder la amabilidad (y quien me conozca puede dar fe de la proeza) que tú estás cobrando un sueldo hoy, ahora y que renuncies tú a tú sueldo hasta que empiece la producción. Te lo digo sonriendo y tú también sonríes, jaja, y me dices que no es lo mismo. No, claro. No es lo mismo. Tú importas y yo no. Tú eres jefe y yo, una indigente de la escritura. No sé si la cadena alimenticia acepta que tú tengas todo el derecho a cobrar por tu trabajo, con tu sueldo, tu seguridad social y tu lo que sea mientras yo realizo mi trabajo por el 25% de mi sueldo cuando además, de este trabajo mío depende en un 100% que se venda o no se venda la serie. Sí señor. De eso depende. De un buen guión. Si la cadena alimenticia acepta esta indignidad, mi dignidad: no. Pero no me levanto. ¿Qué demonios sigo haciendo aquí? ¿Qué me está pasando? Al fin te digo:
 -Tú... no has leído mi proyecto, ¿verdad? Este proyecto empezaba con una declaración de intenciones que habla de lo que es la autoría, la ilusión, el alma de un guión… No puedes haberlo leído porque si lo hubieras leído no me dirías todo esto. Si lo hubieras leído, entenderías que me estás insultando.
Ahí te quedas cortado, pero poco:
-Bueno… no… No lo he leído. Pero es que esto que tú has presentado no es el proyecto, es una cosa que tú hiciste para… un novela…
¿Estamos perdidos en la traducción? Yo en mi mundo de setecientas horas de televisión, sabiendo quien soy. Tú en el tuyo, aplicándome la formula negociadora que empleas maravillosamente con los agentes de los actores a los que pretendes contratar por el menor dinero posible. Sorprendido, me indicas que ya he tenido la suerte, ¡la lotería!, de que una productora se interese por mi idea para “hacer” un proyecto y ¡Es la productora la que arriesga!
Aquí todo está claro, pero yo no me levanto. ¿Por qué digo que sí a todo? ¿Qué demonios me pasa? ¿Por qué no me levanto?
Me pasa que estoy en inferioridad de condiciones, que no tengo poder ninguno, que mis contenidos no se están considerando como la pieza esencial del proyecto. Me pasa que si me levanto, me cierro para siempre la puerta de esta productora y de cualquier otra en la que vuelva a encontrarme contigo. Me pasa que me vienen frases de amigos guionistas a la mente. Frases que son reproches milenarios del tipo: “Lea, eres demasiado digna, a veces hay que tragar”. Me pasa que por motivos que no vienen al caso explicar pero que tienen que ver con la creatividad, llevo a mis hijos a un colegio que me cuesta un fortunón al trimestre, me pasa que soy mujer y eso a veces pesa, me pasa que a veces me dicen que soy dura, me pasa que creo en la libertad como una aspiración inalienable del individuo y también que todos me dicen que esto es una utopía, me pasa que no quiero ser esa loca diferente, la rara que no sabe pasar por los aros en llamas. También me pasa que igual es cierto lo que dice una amiga mía: que todos debemos hacer cosas que no nos gusta hacer y que debo pagar las facturas. Me pasa que todo el mundo acepta condiciones humillantes en un momento determinado, que yo no necesito humillarme y aún así… no sé qué coño me pasa que yo sé ya que este proyecto no se hace, que ha nacido muerto, que puedo permitirme tener dignidad y aún así... Yo no me levanto.

Pero, sigamos. El punto tres merece la espera. Tú no has leído el proyecto, esto ha quedado bien claro. ¿Qué sentido tiene lo que estamos hablando? ¿En base a qué estamos negociando? En vano quiero mantener una brizna de algo. En vano trato de conseguir el 35% del guión en lugar del 25%. Tu respuesta es no. En vano trato de que me paguéis menos dinero por el guión piloto y más porcentaje de partida, por pura dignidad, por puro principio. Pero no. Todo es inamovible. Lo tomas o lo dejas.  Y yo… lo tomo. Lo tomo deseando salir de allí… Pero aunque me has matado tres veces o cuatro, no hemos acabado. Llega la guinda del pastel. El punto número tres. Me informas de que hay un tema más del que tenemos que hablar. Os gusta dejarlo todo atado para que luego no haya malentendidos… Me dices:
-Ahora está el tema de los derechos de autor.
Salto como un resorte. ¡De ese tema yo no hablo en el despacho de un jefe de producción! Pero insistes en que te escuche. El forcejeo verbal dura diez minutos. Yo que no y tú que sí. Tú me das argumentos de por qué sí y yo te doy todos los argumentos morales y legales y semánticos de por qué no pienso hablar del asunto. Al fin, me fuerzas la mano, como con todo lo demás (¿por qué no me levanto y me largo?) y me cuentas que el productor ejecutivo (principal socio de la productora, el jefe supremo, el que está encantado con mi idea y que sí se la ha leído y que a ti te paga el sueldo y que me pagará el mío –de tenerlo, algún día, no se sabe cuando-) trabaja mucho en las series que hacéis y opina mucho y “mete la cuchara” y eso merece un porcentaje de derechos de autor porque lo convierte en autor. Yo digo que no. Que el productor no es un autor. Que no es un problema semántico. Que su trabajo es opinar y por eso tiene un sueldo espléndido y todo el poder de decisión sobre la serie. Que los derechos de autor se inventaron precisamente para compensar esta espantosa precariedad laboral que tenemos los autores y que hace que a veces los productores nos obliguen a trabajar por el 25% de nuestro sueldo. Digo: no. Trataste de calmarme, tuviste que llamar refuerzos. Entró en el despacho otro empleado de la productora. Este hombre me explica que sabe mucho de derechos porque su padre ha producido 150 películas y ha escrito otros tantos guiones (o algo así) y que por tanto él (el hijo, no el padre) es todo un experto. Este muchacho quiere convencerme de que los ángeles tienen sexo masculino, me explica con ahínco y total convencimiento, que el productor es un autor porque opina mucho y me dirá cosas del tipo: “que esos dos personajes no se casen” o tal y cual. Sois dos contra una... y yo no me levanto. Yo aún no me levanto y voy y entro en el debate, como idiota, cuando lo que tenía que haber hecho es levantarme. ¿Por qué no me levanto? ¡¿Por qué coño no me levanto?! Al menos, no trago, no soy tonta del todo, e insisto en que opinar de todo no convierte al productor ejecutivo en autor. Que me dé a mí su sueldo de productor ejecutivo y los beneficios que saque la productora con la serie y se ponga ante la página en blanco y se quede con mis derechos de autor. Tampoco sé por qué no me levanto cuando me decís esta joya de frase: “si el productor por opinar no debe llevarse derechos, ¿por qué entonces se lleva derechos de autor un coordinador de guión?” Madre mía… y me vienen a la cabeza las jornadas de 16 horas, los viernes llegando a casa a las cuatro de la mañana, la escritura de 7000 palabras diarias y no me levanto. Yo-no-me-levanto. El hijo del padre productor-guionista-director (también es director) explica vehementemente que no es justo que los músicos se lleven el 25% por ciento de derechos por cada capítulo de una serie cuando solo hacen la música una vez y se pone la misma música en cada capítulo. Yo le digo que sí, será injusto, pero es lo que hay. Me dice que no tiene porqué ser así, que no está escrito en ninguna parte. Que entre todos podremos hacer un reparto más "justo" con la ayuda del productor. A dos manos, el experto por parte de padre y tú, me aclaráis e ilustráis con esquemas en un papel, que los músicos (qué cara tienen, ¿eh?) no se merecen este porcentaje y ya hay productoras o cadenas que les obligan a cederles parte de sus derechos de autor a la firma del contrato. Esas productoras les dan, digamos, un 5% por ciento (¡Les dan!) y la tal productora o la tal cadena registra el resto de los derechos como propios. Así que como ves, nosotros somos legales, me dices, porque nuestro productor solo se llevará un pequeño porcentaje de todos los autores, un porcentaje que “ya veremos cuál es” y que saldrá de un reparto verdaderamente equitativo y que además no incluirá robos de derechos de autor por parte de esta productora como hacen otras productoras. ¡Y yo no me levanto!
Pero sí que levanto la voz. Me pedís que me tranquilice, que igual no lo estoy entendiendo, que este porcentaje que se llevaría el productor por opinar de todo muchísimo no saldría solo de mi parte de idea original sino del montante total de todos los autores, incluido el del músico (este músico que tiene tanto morro). Me decís que el porcentaje sería mucho más beneficioso para todos los autores (excepto para el músico, claro). Y entonces sucede algo terrible: me calmo.
Habéis tocado el resorte de mi avaricia y estoy a punto de entrar en vuestra corrupción. No me levanto y se me cae la cara de vergüenza de no haberlo hecho. No hay guionista de serie diaria que no piense que el porcentaje dedicado a los derechos del músico no sea exagerado, teniendo en cuenta que yo tengo que escribir cinco guiones por semana y el músico solo una música (esto luego no es tan así)… Así que sí. Ví los beneficios de la jugada: si el productor ejecutivo hace de árbitro con el reparto, le quitaremos al músico esta parte que no se merece. Esto es terrible.
Terrible. Los derechos autor han sido un anillo de Gollum de saldo. Me consuela pensar que hasta Frodo dudó y flaqueó por un instante. Porque fue la avaricia de un instante. La puerta a un lugar asqueroso por un instante. Estaba tan humillada por haber aceptado todas las condiciones anteriores que casi caigo en vuestro juego. Hice algo de lo que me arrepiento: sabiendo con el instinto que con todos estos puntos de partida morales la serie ya estaba muerta antes de haber nacido, te di la razón en todo. Me dije: les haré el proyecto y adiós. Eso pensé. Al llegar a casa, claro, entendí que tenía que haberme levantado y cambié de opinión. Quizá, si te lees la primera página del proyecto que os entregué, igual te queda todo más claro:

“Mi nombre es Lea Vélez y soy guionista de TV y novelista. Aunque llevo muchas series de TV a mis espaldas, esta es la primera vez que escribo un proyecto en primera persona. Después de casi veinte años alternando la escritura para televisión con la novela, me ha apetecido hablar por mí misma y tratar de insuflar a este proyecto, si no cara y ojos, al menos un interés personal del creador por su obra de ficción. Algunos a esto le llamarán “darle alma”. Espero conseguirlo.
A veces me engaño y pienso que para tener éxito solo hay que tener ilusión. A veces claro, comprendo que la ilusión no es bastante, pero aun así yo la busco y me muevo por ella de una forma activa. Todos deberíamos hacerlo. Para mí, la ilusión es generar una buena historia desde el humor, el gusto propio, el alma, la garra, la personalidad del autor, la técnica (por descontado), los años de experiencia, la máxima calidad. Generar una buena historia, digo, que enganche al equipo primero, empezando por la productora, después a la cadena, llegando al director y los actores hasta alcanzar a la gente que es quien “vota” con el mando a distancia. Si eso se consigue, quizá además haya… suerte. El éxito, esa suertaza, ese milagro que empieza no sabemos cómo y que no es otra cosa que una comunión entre lo que sabemos hacer, lo que tenemos que hacer y lo que nos divierte.”
Yo no sé cómo empieza la libertad, pero tengo muy claro, que no empieza así. Yo no sé cómo empieza el éxito pero tengo muy claro que no empieza así. Adiós. Siento haber perdido el tiempo. Al menos a ti te pagan un sueldo por perderlo. A mí, no.
Un saludo,
Lea Vélez

jueves, 28 de agosto de 2014

A TODAS


Todo el mundo opina sobre lo que debe hacer una mujer para que no la violen, sobre lo que es machismo, el feminismo, sobre sujetadores arrojados, relaciones consentidas, inocencias y culpas. Como yo también soy todo el mundo, el otro día andaba muy ofendida con las tonterías dichas por un ignorante de Valladolid. Estando así, ofendida, furiosa, discutí con mi padre. Él no es un hombre sospechoso de estar en contra de las mujeres, tampoco es ignorante, pero mi padre es un hombre de 84 años educado en nuestra española y castiza cultura. Todo empezó porque él hizo un comentario desafortunado:
-Menudo bobo, este... ¡Puedes decirle algo así a los amiguetes, pero no ante un micrófono! (Recordemos que ese bobo de alcalde de Valladolid dijo que él tenía miedo cuando subía en el ascensor con una mujer por si se arrancaba la blusa y le acusaba de violación)
Yo me puse enloquecida.
-¡Ni a los amiguetes, ni a nadie! ¡Pensar esa idiotez, ya es tremendo!
Mi padre se puso a rebatirme y ya digo, se lió parda. Le dije que el problema de este memo es que es trágico lo que dice pero más trágico aún, lo que ignora.
No sé cuantos hombres deben sufrir al año una denuncia falsa, semi falsa, improcedente, es una estadística que estimo microscópica, pero no voy a hablar de algo que no sé. Tampoco sé cuantas mujeres son abusadas, morreadas sin quererlo, toqueteadas sin buscarlo, acosadas hasta el borde de la violación, penetradas con los dedos en una fiesta, empujadas a un sexo que no desean tener por violenta insistencia o directamente, violadas con total desgarro... No, no sé cuantas, pero creo que acertaría si digo que todas. Todas las mujeres. TODAS hemos estado en alguna o varias de esas situaciones.
-¡Venga ya!- dijo mi padre.
-Todas, papá. Las mujeres nos callamos estas cosas. Que un tipo te meta mano, te agreda sexualmente, es algo tan humillante, tan desagradable, que nos callamos las agresiones que sufrimos a lo largo de la vida. Pero todas, de una u otra manera hemos sentido una mano a destiempo, un acoso no deseado, una lengua a la fuerza bajando por nuestra garganta, peligro, humillación, indefensión total.
Mi padre, con la cabezonería que caracteriza a los hombres cabezotas de 84 años, se negaba a creerlo y tal vez imaginaba manos en muslos o cachetes en culos, pero yo no me refería sólo a eso y nuestra discusión se exacerbaba. El hombre seguía tratando de entender un concepto abstracto desde su cultura machista y yo, la mujer, trataba de hacérselo entender desde mi realidad diaria, mi experiencia diaria de ser mujer. Al fin, no me quedó más remedio que hacerle entender las cosas desde el ejemplo, como a los niños.

-Verás, papá, la última vez que sufrí una agresión sexual, fue en la Gran Vía a las cuatro de la tarde, a plena luz del día. Yo tendría unos veinte años, caminaba a buen paso, bajando hacia Plaza de España cuando me crucé con dos chavales de mi edad, mal encarados, sin ortodoncia, de unos veinte años, ya digo. Al llegar a mi altura uno me agarró con fuerza del coño. Del coño, sí, papá, me agarró con fuerza del coño, soltó una barbaridad humillante por la boca, me llamó zorra, se descojonaron de risa y siguieron caminando Gran Vía arriba como si nada. Yo me quedé helada. Sin sangre en el rostro. iba sola. A mi lado, la multitud. Nadie había visto lo que pasó. Nadie. Le llamé de todo, al tipo, la gente me miró como si estuviera mamada y ese fue el fin de la historia. No se me ocurrió ir a denunciarlo porque en ese momento no era siquiera consciente de que había sufrido una agresión sexual. Una agresión tan violenta y gratuita como que un desconocido te pegue una bofetada en plena calle sin venir a cuento... O como que te agarre... De eso, del coño.
Se hizo un terrible silencio. Mi madre me miraba anonadada. Mi padre, demudado. Yo seguí con mi cuento.
 -Pero es que, verás, papá, ya te digo, esa fue la última vez que un hombre me agredió físicamente por el simple hecho de ser mujer y tener vagina. Porque ese es el simple hecho. Ni llevar maquillaje, ni enseñar muslos son cuestiones relevantes en ningún tipo de agresión sexual. Yo iba con mis vaqueritos y mi camiseta. Lo relevante, aquí, es ser mujer, ser más débil, tener pechos y vagina y vivir en una cultura que ignora estas cosas.  Lo relevante es que ante la ley, la indefensión manifiesta de la mujer debería primar siempre frente a la fuerza manifiesta del varón. En la ley, ¿eh? Unas leyes que se nos quedan cortas. En la ley. ¿Sigo? Sigo. La vez anterior a esa, sí, sí, he sufrido más agresiones... yo tenía diecisiete años. El ayudante del entrenador que tenía que firmar mis horas de prácticas como profesora de natación, me "entró" en el cuarto donde recogíamos las tablas de los alumnos y las colchonetas del gimnasio. Este tipejo me sacaría unos quince años, era feo y muy desagradable. Con esto te quiero decir que jamás le lancé la más mínima mirada de interés. También era hombre y por tanto, mucho más fuerte que yo. Tras varios avances indeseables, metidos en aquel cuartito, de los que traté de zafarme con palabras, el tipo logró arrinconarme contra las colchonetas de gimnasia, me besó y me pidió que le toqueteara. Yo tenía tanto miedo de que fuese a violarme que accedí a darle unos cuantos besos y unos cuantos toqueteos. Sí, claro, le bese voluntariamente, podría decirse. No me puso una pistola en el pecho, ni un cuchillo en el cuello. Sólo me dijo bésame, como me pones, y en vez de luchar, aterrada, yo le besé. Enseguida, en cuanto logré encontrar una excusa plausible con la promesa de volver, me largué de allí... pero habrá quién no encuentre una excusa. Habrá quién acabe siendo penetrada "voluntariamente" en una situación similar. Habrá también quién le suelte una hostia. Habrá de todo. Yo esto del tipo de las colchonetas nunca se lo conté a nadie. Sentía una vergüenza espantosa. Me sentía culpable por haberle besado y manoseado para evitar la agresión. No era consciente de que eso era ya la agresión sexual, una agresión en toda regla. Ya te digo, papá, yo tenía 17 años. El tendría 32.
Antes de esta vez, hubo otra. Era verano, en las vacaciones de Villadangos. Teníamos trece años. Carmen, Elena y yo. El autobús no venía y hacíamos autoestop para subir a León. Paró un tipo. El hombre parecía un vejete inofensivo, muy de campo, y nosotras éramos tres, así que pensamos que no había peligro. En cuanto cogió carretera empezó a lanzar su manaza hacia el asiento de atrás a toquetearnos las piernas, tratando de avanzar hacia las zonas más íntimas mientras conducía y mientras nosotras gritábamos indignadas. Yo iba sentada en medio y en minifalda, así que los muslos que más tocaba eran los míos. Le amenazamos con la policía, le dijimos de todo, y tras un buen susto, nos dejó tiradas en La Virgen del Camino.
Pero hubo una primera vez. Una que no sé si supera a todas las demás y que me enseñó a edad temprana la fuerza que tiene un hombre furioso y que cuando te agrede un hombre más fuerte que tú, es inútil luchar. La primera vez que un tío estuvo a punto de matarme, yo tenía doce años. Éramos unos diez chavales de la pandilla. Jugando, nos metimos en un chalet abandonado del barrio. De repente apareció un mendigo con un cuchillo. Me agarró. Me encerró con él, indefensa. Me arrastró por el suelo, tirándome del pelo, blandiendo el cuchillo. Yo creo que estuvo a punto de matarme hasta que mis gritos y la amenaza de llamar a la policía de uno de mis amigos desde fuera, le hicieron cambiar de opinión. Salí con vida de milagro.
Se puede tener más cuidado, claro. Se le puede decir a un adolescente que nunca haga autoestop, que nunca se meta en casas abandonadas, que no beba, que no se vista sexy, que no salga a horas intempestivas, que no vaya de juerga. Se puede. También se le puede decir a una joven de veinte años que se afee un poco si piensa caminar sola por la Gran vía a las cuatro de la tarde por sí se encuentra con un ser machista y agresor, pero no lo veo yo una solución muy practica mientras no entendamos que ser mujer, que tener pechos grandes o buen tipo o enseñar un muslo o dos, no es un delito moral. Eso no te hace culpable de la agresión o del fervor sexual del varón, aunque así lo percibamos a veces a causa de la cultura del machismo. La belleza o lo bien dotada que una esté o dejé de estar no es algo que deba esconderse por miedo a ser agredida. Papá, yo no soy la mujer más sexy del planeta, tampoco la que peor suerte ha tenido con los hombres, tampoco he sido nunca bebedora ni una loca de las fiestas y esto me paso a mí, a mí, cuatro veces. Verás, papá, yo te aseguro que si todas las mujeres fueran tan sinceras como yo lo estoy siendo ahora, te contarían experiencias personales tan reales, tan aterradoras, como las que te estoy contando ahora por primera vez.

Mi padre estaba estupefacto. Hablamos de ello. Lo entendió. Lo entendió todo. Cuando se marchó mi padre, le dije a mi madre que estaba pensando en escribir un post en mi blog sobre esto. Mi madre me dijo: "escríbelo, hija, escríbelo, porque esto que tu dices, nos ha pasado a todas". A todas. Después, ella me contó lo suyo.



lunes, 11 de agosto de 2014

El jardín de la memoria

Nuestras vacaciones inglesas van llegando a su fin. Ayer conduje doscientas millas, de Brighton a Calne, Wiltshire. Fui con los niños a casa de dos grandes artistas. Viven en una antigua escuela, tejado de pizarra, paredes de piedra, áticos de tablones, ventanas tapiadas por lienzos apilados, ventanas inexistentes, abiertas a la imaginación por falsos paisajes colgados de las paredes. En la vieja escuela, también llamada "the old Guthrie", huele a trementina. Sus moradores llevan pegotes de pintura en la ropa y salen a una  caseta en la calle, donde también "vive" la lavadora, para mear. Helen es pintora, Richard, escultor, aunque ya está retirado desde que desmanteló la fundición. George, el hombre inglés de mi vida, lo conoció hace unos treinta y cinco años, cuando más que dar clase de física en Calne, gamberreaba en St Mary's, un internado de señoritas entre las que destacaba por su buen humor y su famoso padre, Jade, la hija de Mick Jagger. Qué tiempos aquellos y qué contraste.
Richard y George se hicieron íntimos en los inviernos de esa campiña inglesa, preciosa en las películas, pero impenetrable en la realidad. Una campiña de paredes vegetales en verde mojado, que es un tipo de verde oscuro que te salpica al pasar. Una campiña cerrada por setos de dos metros, que los locales llaman "the hedgerow" y que dividen la naturaleza en habitaciones sin techo ni escapatoria, pero que a pesar de sus terribles espinos, a veces regalan sabrosas bayas con las que hacer mermelada.
Desde la muerte de George, trato de ver a Richard, el escultor de animales de bronce, y a Helen, la pintora de naturalezas muertas, al menos, una vez al año. Ayer pasamos con ellos la velada. Contamos los años. Se cumplen veinte desde mi primera visita. Yo era una jovencísima de 24. Helen y Richard acababan de comenzar su relación. Ni yo era escritora, ni ella pintaba. Ahora Helen expone en solitario, en elegantes galerías londinenses. Sus lienzos se venden por miles de libras. Ayer, yo entregué mi último guión de la última serie y ella cuarenta cuadros al enmarcador. Yo he escrito 800 capítulos de televisión y cuatro novelas, pero sobre todo, entre las dos, hemos escrito mucha vida. En mi caso, un amor, dos nacimientos y una muerte.
Les conté mis proyectos y traté de explicarles qué es El jardín de la memoria. No fue fácil. Es una novela sencilla de leer, corta, intensa, poética, periodística, dura y delicada, pero también es un libro difícil de explicar a la hora de hacer esto que se llama "la promoción". Promoción en prensa que está a punto de empezar pues el libro saldrá en septiembre. ¿Qué vas a decir en las entrevistas? Me preguntó Helen. Le respondo que no tengo ni idea. No me gusta preparar frases manidas. Suelo ser elocuente sin ensayos. ¿Cómo se te ocurrió escribirlo?, me pregunta Richard. "Le pregunté al médico qué debía hacer mientras George yacía en la cama, esperando el final y me respondió: nada, no puedes hacer nada más que acompañarlo. Yo no me conformé con eso y le dije a George que iba a escribir la historia de los Collinson, explicarle los misterios de su infancia y de su muerte.  A George le pareció una idea excelente. Nos dio algo que hacer, algo que discutir, algo que construir con palabras para los niños y sobre todo, nos cambió el punto de vista. Sí, así empezó.
En el Jardín de la memoria cuento tres historias entrelazada. La primera es la de Boix.  Es la vida de un héroe español, testigo en Nuremberg. De hecho, Boix es el único español que testificó contra el nazismo. La vida de este republicano siempre fue para mí como una trama de thriller sacada de esos clásicos que se te encierran de por vida en la almoneda de los favoritos. Boix, el fotógrafo de Mauthausen, es como un héroe de Hemingway o un personaje de alguna película en blanco y negro, tipo "Casa Blanca", o quizá alguna más moderna como el "libro negro". La historia, como las mejores tramas de novela de intriga, o de "prisiones" o de espías y guerra, es simple y poderosa: Un ex soldado encerrado en un campo de concentración decide ser testigo y actuar. Para sobrevivir a lo que está ocurriendo, opta por sacar la verdad de contrabando en forma de negativos fotográficos. Eso cambia su forma de ver el horror, cambia el sentido de todo lo vivido. Una pequeña decisión lo convierte en parte activa y al fin, su estancia en el campo cobra sentido y Boix pasa por los juicios de Nuremberg y por la historia.
Yo no estaba en un campo de concentración, de acuerdo, pero el cáncer o mejor dicho, su onda expansiva, puede aprisionarte, dominarte, matarte antes de tiempo y acabar con los tuyos, sueños y esperanzas, paralizarte de miedo, obligarte a no ser... A no ser que uno haga como Boix y siga el instinto, el olfato periodístico, eso que pide el cuerpo, y se proponga hacer lo que mejor uno sabe hacer: escribir. Vivirlo, verlo, observarlo... para contarlo. A mí, sobre todo, me lo pidió el cuerpo, no fue algo así, meditado. Como hacemos los escritores, comencé a escribir. Al hacerlo, insisto en esto, cambié el punto de vista. Me desdoblé en personaje y autora y le puse cuerpo a esa frase que recitaban constantemente los amigos o las otras madres del colegio: "Yo no sé, Lea, no se qué haría si estuviera en tu lugar". Yo tampoco sé lo que habría hecho de no tener la escritura. Igual que no sé que habría hecho Boix de no tener la fotografía. Supongo que lo que todos, simplemente: viajar. La muerte es un viaje por un paraje desconocido del que tenemos referencias tétricas, terroríficas, pero sobre todo, equivocadas. Yo estuve en el paraje de la muerte, lo visité con mi familia, mis dos hijos, y como una periodista infiltrada -como aquel Gunter Wallraf al que el profesor Sorela nos hizo leer en la universidad, y que recuerdo como una de las lecturas cruciales de la juventud-, me propuse contar la verdad. La más pura verdad. Que la muerte es un viaje por un lugar fascinante, y que como el buen final de un buen libro, ha de ser medida, estudiada, domada, feliz, retratada.
Un tercer relato se entrelaza con nuestros últimos días y la aventura de Boix. Es la historia sacada de unas cajas de bombones de 1957. La investigación exhaustiva de la familia de George, Los Collinson en Malmesbury, sus padres y hermanos. La historia a la que me aferré para tratar de entender mi propio viaje hacia el final y que me sirvió para interiorizar esa rama inglesa que han de heredar mis hijos y de la que perdería el hilo con nuestro adiós.
En esas cajas está la correspondencia de una madre a su hijo de diez años, y la del niño a su madre desde el hospital de Niños Enfermos de Bristol. Al leer las cartas de Connie y Stephen, se comprende otro tipo de tragedia, aparentemente a años luz de la de Boix y sin embargo, tan cercana en mis pensamientos. Esa tragedia, la prosaica, similar a la mía, la del día a día, la de una familia desgarrada por dentro pero que ha de seguir funcionando, la de los muertos anónimos, me atrapa, me interesa, me toca de lleno. Así que busqué el valor mirándome en el espejo de aquellas cajas, reliquias de los Collinson que son decenas de cartas inocentes, maternales, infantiles, llenas de cariño y paz, y en ellas encontré todas las respuestas.  Leyendo esas simples cartas sin trascendencia histórica pero de gran importancia emocional, comprendí lo que es el miedo y donde se encuentra el coraje y la felicidad. Tras leerlas puedo ver ese abismo tan falso que es a veces la vida, la rutina, la normalidad. Es como un superpoder de rayos X que proporciona el roce con la muerte.

El jardín de la memoria es un despertar. Todo es visible cuando llega el final. El amor es más amor, la risa es más risa, una caricia es un recuerdo imborrable. Nada más importa. Junto a la muerte, se aprende a vivir, y mi libro sirve, creo, para expresarlo.
Richard se sorprende, Helen también. Parece una historia compleja, me dicen con los ojos iluminados de algo. A Richard le fascina lo que cuento. Quiere que lo traduzcan al inglés, río. Trato una vez más de explicarlo y sólo me viene una comparación. Si en lugar de un libro fuera otra cosa, El jardín de la memoria sería la colcha de patchwork, hecha de recuerdos y retales, que cosí a mano, con total dedicación, escogiendo cada fragmento por su textura y su colorido y su simbolismo. Es una colcha de palabras dulces, duras, verdaderas, puras, cálidas, divertidas, lúcidas y valientes. Un quilt de momentos finales, trascendentales, junto al amor. 

viernes, 30 de mayo de 2014

Entre cartas o poesía, Munárriz


Querido Munárriz,

Esto es a cuento de tu artículo sobre tu gran amigo Alberto Vega. Espero que no te moleste que te cuente cosas importantes ante los diez o doce gatos y algunos asturianos, que nos miran, pero leerte me inspira, ya sabes.

Mi padre es poeta, mi abuelo era, seguro, poeta y periodista y mi bisabuelo entiendo que también, pues era un muy buen sastre de León que se ahorcó dejando un bebé recién nacido. Quizá se mató porque era sastre y quiso ser poeta, que no es una profesión decente, pero es una vida. (Ahora saldrá por aquí algún primo y me dirán que no se ahorcó, que se pegó un tiro como Larra, ya lo verás.)

Yo no soy poeta, no me atrevo, pero escribo cartas. A los e-mails, yo, cuando son así, como esto, largos y con calma, los llamo cartas. ¿Desahogos, necesidad, literatura? Todo es lo mismo, se lo dejo a los psiquiatras. Las escribo, las cartas, desde los seis años porque me lo pide el cuerpo. De pequeña lo hacía a escondidas, hablando con un ser del espejo que me comprendía y curaba heridas sentimentales con vendas de papel. Después escribí mucho y bien a los demás con la excusa de la distancia: a mis amigos de León, a los novios ingleses, a Cristina "la francesa", a aquel hermoso holandés Mark, se llamaba, que en la estación de Milán corría junto al tren en movimiento con un ramo de flores en la mano, como escapado de una película de Vittorio de Sica.  Yo escribía a mucha gente que me escribía de vuelta y de hecho, creo que mis novelas no son otra cosa que cartas, cartas muy largas.

Cuando me documentaba para escribir La cirujana de Palma, novela que te recomiendo porque está escrita desde un sentimiento grande, -aunque por la solapa parezca un libro pequeño-, leí cientos de periódicos mallorquines de la época: 1835. Disfruté muchísimo. Eran artículos como los tuyos de El País que recuperas ahora para el blog y que tanto me inspiran para otros proyectos. Aquel periodismo me transportó en el tiempo y gracias a esos escritos vivos, irónicos, precisos, sencillos y sorprendentemente modernos comprendí el pasado. También había cartas de un lector airado, cartas humorísticas, saineteras y hasta folclóricas. Había discusiones políticas o vecinales entre apasionados discursos militares y algo de crónica social. En fin, me desvío del tema y ya te haces una idea. La cosa es que entre todo aquello, encontré perlas y sobrasada mechada con dulce, que no sé lo que es, pero que apetece muchísimo con unas cervezas. Había también en estos periódicos una enorme ilusión por una reina niña que acababa con el absolutismo, periódicos como El Constitucional. Una maravilla. Pero lo que más me gustó fue el tablón de avisos Un rincón delicioso por su sabor local. Se respiraba en esos "avisos" el espíritu de una comunidad pequeña en la que nadie robaba porque se sabía, nadie mataba porque lo cogían o nadie desconfiaba por todo lo anterior. Mallorca era un paraíso real. Te pongo dos ejemplos: "Doña Maria Sa Forteza ha perdido una pulsera de oro con cierre de diamantes entre la Rambla y los Capuchinos.  El que la haya encontrado, que la traiga a esta imprenta y se le restituirá a su dueña". El otro es este: "El catedrático don Pablo Socías falleció el mes pasado y entre sus libros se echa a faltar el tomo primero de Artistas italianos del Renacimiento, publicado por la casa Cortés. Su familia cree que pudo prestárselo a un amigo. Si es así, puede devolverlo en el número 1 del Carrer..."

Recuerdo que pensé en ese amigo anónimo que guardaba el libro de un muerto. Imaginé las circunstancias del préstamo, evocador de mil historias con aroma a sobrasada mechada con dulce. Recuerdo haber pensado que prestar un libro querido es una metáfora de la amistad. Es más generoso que un regalo. Incluye confianza en la lealtad del amigo, en la bondad del amigo, en la buena calidad del prestatario porque cuando prestamos un libro, no dejamos en prenda un objeto, dejamos en prenda las emociones y los recuerdos que el libro nos genera al acariciarlo.

Yo creo que los poetas (en un alarde me incluyo), aunque seamos epistolares, tenemos una biblioteca interior. Un lugar entre las costillas y las almenas. El rincón en el que guardamos otro tipo de libros transparentes. Los libros que coleccionamos dentro mientras vivimos con los amores y bebemos con los amigos.

A los amigos de verdad, a los del alma, les dejamos pasearse por nuestra biblioteca interior y les prestamos lo que les dé la gana, felices de que escojan lo que les parezca. De que "nos escojan". Lo hacemos con placer, anticipación, de corazón y en la confianza plena en que no nos robarán los trozos de pasado (recuerdos) que van entre las páginas.

Y entonces, el marido, el amor, el amigo... Se muere.

Siempre se dice que cuando alguien al que queremos mucho muere, cuando se va para siempre, el amigo, el amor, el compañero... no ha muerto del todo porque vive en nosotros. Yo he comprobado que esto es cierto. Es un cliché, pero es real. Cuando George murió, quizá para salvarme yo pero de forma inconsciente, adopté gestos, frases, actitudes e ironías y ahora es cierto que vive en mí y que aquí lo tengo. En cambio, lo que nunca se dice -de eso no hay cliché- es que cuando un amigo se va, nos quita un trozo de algo, un órgano, un dedo, un ojo o un brazo de un zarpazo. Cuando un amigo se va se lleva a la tumba el libro de amor que le prestamos y ya nunca nos lo devuelve.

Es un libro, el que digo, con pocas palabras, escrito a carcajadas, armado de miradas hasta las tantas. Miradas de "yo estoy en ti". "Tú estás en mí". "Estamos aquí".

 

 

Lea Vélez

Escritora y Guionista