viernes, 5 de junio de 2015

EL TEST



Ocurre que esta mañana me acecha la jovencísima psicóloga del colegio en un pasillo. Me dice que a los niños de tercero de infantil (5-6 años) les han hecho pruebas de capacidades y que Richard ha puntuado muy, muy bajo. Que si podemos hablar. ¡Claro! Dice esta madre preocupada y abnegada. Abre una puerta y Kafka entra con nosotras en la habitación. Mi autor favorito se queda observándome irónico, socarrrón, desde un rincón mientras me siento en una sillita metalica de colegio que me hace sentirme muy, muy mayor.


Como ya he anunciado, lo primero que me explica esta muchacha es que el de 6, (el pequeño de mis dos hijos, el que me pregunta por las partes del corazón, por los huesos del tímpano, por la dermis y la epidermis y por la flauta Mágica de Mozart, ese) ha puntuado bajísimo en un test lleno de conceptos la mar de simples que debería conocer. No es que lo haya hecho mal es que ha puntuado como si no supiera nada de nada. Yo asiento seria, cada vez más preocupada. Llueve sobre mojado. Mis hijos son verdaderamente peculiares y tenemos muchos extraños incidentes con pedagogas y psicólogas y líos de adaptación y como yo esto lo viví en carne propia ya en mi infancia, me echo a temblar pero en silencio, la dejo hablar. Sigo escuchando. Me explica la buena psicóloga con agónica lentitud que al parecer, Richard ha puntuado tan, tan, tan bajo que está 45 puntos por debajo de la media y eso que, según ella, el niño entendió genial todo lo que debía hacer en el test y lo realizó muy motivado. Kafka comienza ya a hacerme muecas desde el rincón, como hacía mi marido cuando yo hablaba por teléfono con alguna burocracia en lugar de coger el teléfono y hablar él. Yo ignoro a mi invisible marido -¡Cállate Kafka! Él se calla y yo no digo ni pío. Eso me propongo. Escuchar y  ni pío y yo la escucho. Me saca el test y la escucho. (Por prudencia, no le digo a la psicóloga que yo veo a Kafka ahí metido con nosotras en ese cuartito, porque sé que no comprenderá la metáfora y que tomará la parte por el todo y la imaginación por chifladura. No, no le hablo de mi peculiar sistema educativo, ni de la risa, ni de los escarabajos, ni de los tímpanos, ni de la dermis y la epidermis. No. Ya he pasado por reuniones como esta muchas veces y por amarga experiencia sé que las risas llegarán al final y llegarán de parte de algún concepto escolar inimaginable, inimaginable, y darán lugar a un post como este. Bare with me que ya veréis que es guay. No adelanto acontecimientos.) Estamos con el test. La psicóloga me repasa cada ejercicio del test. Yo lanzo la mirada sobre aquello. Ella dice que son dibujos. Yo veo una serie de imágenes impresas en un papel, sí, de elementos esquemáticos, pictogramas muy básicos, del estilo del caballero pegado en la puerta del retrete. Es un test a base de pictogramas tan básicos todos, tan esquemáticos, que no los entiendo. No entiendo lo que veo. Ella debe explicármelo. Dice que son palabras pero no, no son palabras: son dibujos feos. Ella insiste en llamarlos palabras. Yo no les daría la categoría de "ilustración"· y menos la de "palabra" y empiezo a sentir el problema de siempre. We are lost in translation. El problema de la semántica. Soy extranjera en mi propia patria y ella le llama "palabras" a esos pictogramas feos y yo debo estar de acuerdo aunque solo veo jarras que no parecen jarras, leones que no parecen leones y tal y tal. Sigo desconcertada, ella me va diciendo las preguntas en las que falló el niño, trato de analizar rauda esas cosas que no parecen cosas y que para ella son palabras -pero que no son palabas- y que no son tampoco dibujos (lo que entendería un dibujante por "dibujos") pero que llamaremos dibujos para abreviar. Me pregunto si soy idiota, rechazo la idea por absurda, Kafka se ríe. Seguimos.

Una de las preguntas tiene cinco posibles palabras respuesta. Solo una de estas palabras -que son dibujos porque ahí no hay palabras- es la respuesta correcta. La respuesta correcta hay que tacharla con una cruz (¿así de idiota?, ¿Tacharlo?, sí así). De los cinco pictogramas que ella llama palabras, sólo recuerdo tres porque para mí esos dibujos no tienen el menor significado. Sí recuerdo una suerte de futbolista con el balón en el pie y un padre amoroso con dos niños pequeños que se abrazan a él. La pregunta es: señala la imagen que representa la palabra "grupo"... Me quedo mirando cada dibujo y pienso "Xavi Alonso" "El padre que querríamos tener, el padre que perdimos..." ¿Grupo? No, yo no veo la palabra "grupo" por ninguna parte, ¿aquí está la palabra grupo? No me extraña que el niño no supiera responder esto... Grupo, grupo... Y entonces, claro, caigo en que el padre amoroso con dos hijos, que en mí evoca tantas emociones, no es "padre amoroso con sus hijos", es "grupo". Me acuerdo de la psicología de la poética de Carlos Bousoño y de como los lectores creamos fantasmagorías con la mente que hemos de destruir constantemente y recuerdo la fabulosa importancia que estas fantasmagorías tienen en el lenguaje simbólico. Sí, eso pensé, lo juro. En Bousoño. En la estilística y en las metáforas y en la poética. En Aleixandre: "la muchacha pasaba no rauda, sino deleitable" En una vida entera de bromas, metáforas, dobles sentidos. Desde su rincón, Kafka echa a rodar los ojos, dándome por imposible. Hasta yo echo a rodar mis propios ojos dándome por imposible mientras ella sigue pasando paginas del test y me digo: "No es mundo este para viejos ni para poetas". Miro a la psicóloga. No ha dejado de hablar. No creo que sacarle el tema de la poética o de la estilística sea buena cosa. Kafka me manda callar. Me trago a Bousoño, me trago al padre amoroso con los dos niños del dibujo que es un pictograma feo que supuestamente representa una palabra para estos pobres desgraciados niños de seis años que aún no saben leer y que han de ser testados con una mierda de test. La palabra "grupo" aletea como un puto cuervo loco. La palabra "grupo" destruye un perfecto y delicioso deseo de padre amoroso con dos hijos. No quiero grupos, quiero padres amorosos. Quiero llorar. Kafka me coge de la mano. La aprieta con fuerza. Sonrío. La palabra grupo al fin destruye eso que mis hijos y yo querríamos tener. Eso que hemos perdido y que desearíamos por unos días. Un padre para mis hijos que se encargue de hacer callar a las psicólogas obscenamente jóvenes que todo lo saben. El niño de seis años sin padre, ha dejado la pregunta en blanco y la psicóloga se admira de ello. "No supo encontrar grupo" ergo no conoce la palabra "grupo." Kafka le grita: ¡Sofisma! Yo le lanzo el zapato. Kafka se sienta y se calla.

La abnegada psicóloga y yo, que cada vez me creo más loca, seguimos repasando cada pregunta del fucking test y el proceso se va repitiendo con las demás preguntas. El niño, verdaderamente, no ha dado ni una. La ultima parte del test es de psicomotricidad. Ahí, yo sé que mi hijo es un puto genio. Un genio loco. Un esquirol del muermo. Sabe escribir en los dos idiomas divinamente y se le dan genial los puzles de lego. Pero no. También ha fracasado con el lápiz. Ella me explica que Richard tiene problemas de psicomotricidad (control del trazo) porque lo que a mí me parecen círculos normales y corrientes hechos por un niño de 6 años, no lo son según el baremo que se aplica en el test. Parece que no todos los círculos están completamente cerrados. Hay alguna que otra argolla abierta. Algún redondel abollado. Me pongo ya un poco cerril pero no tengo razón, no la tengo. Soy cerril y eso es malo. Hay que saber cerrar el redil y no ser cerril, o se nos escapan las ovejas y ya sabemos qué es lo que pasa con las ovejas cuando se escapan: que se tiran por los barrancos las muy gilipollas. Los trazos de mi hijo no son circunferencias perfectas y eso no es buena cosa. Es mala, mala cosa. Este niño no vale para pastor de ovejas -susurra KafkaYo asiento, agobiada. No, no vale. El tío dibuja circunferencias abiertas. Esto es grave. Le pregunto a esta muchacha (que es veinte o veinticinco años más joven que yo y debe saber muchísimo) si el niño comprendía que le iban a descontar puntos si no cerraba completamente los círculos. Quiero saber si estamos midiendo la calidad de su trazo o de su desobediencia. Ella no me entiende. Insisto con un ejemplo. Le pregunto que si  el niño sabía que los círculos estaban llenos de ovejas que se podían escapar del redil y tirarse a un barranco... Ella me mira raro. La cosa no es ni un sí ni un no. Tenemos, esta muchacha y yo, una larga disquisición sobre la esferidad de los círculos a edad temprana, sobre la plenitud de los círculos a edad temprana, sobre la bondad de un esquema o de un pictograma descontextualizado en edad temprana en favor de la rapidez o la perfección obsesiva y circular, de la pulcra lentitud a temprana edad. Por suerte, establecemos que no ha muerto ninguna oveja y consigo hacer que sonría. Mientras tanto, Kafka, pluma en mano, toma notas frenéticas para un relato (que igual escribiré yo). Después, pasamos al tema de la la raya. Sí, sí. Hemos pasado ya de los círculos pero aún nos queda la raya. LA RA-YA.


La firme raya de mi hijo de seis años recorría cual kamikaze el interior de la pauta quebrada (es una pauta quebrada, claro, no se lo van a poner fácil). Al llegar al diente de sierra -que diría un economista-, la raya kamikaze de lápiz se sale un poco para descender por la autopista de la pauta como el crack del 29. Si hubiera sido un coche en la M40 habría pisado la línea sonora del arcén, me digo antes de su caída en picado. Nadie habría muerto. Me congratulo. Pero enseguida me agobio porque la realidad es que si la pauta (el renglón para entendernos) fuera la Gran Cornisa y yo una madre tan loca como para darle el volante a un niño de seis años... estaríamos todos muertos. No se habría salvado ni dios. El fracaso del simulacro es claro. La raya se ha salido de la pauta y estamos todos despeñados como las ovejas que se escaparon del redil. Esto es una carnicería. No tenemos padre amoroso, tenemos un "grupo" que no vemos, nos hemos despeñado como Grace Kelly en la costa Azul Francesa y Kafka se ríe, se ríe, se ríe de mí. He ahí el problema, me dice ella. Kafka me da una patada: ¿Cómo? le digo- El trazo firme, intenso, decidido del niño... roza la pauta, ¿lo ves? Se ha salido esto me dice, lo juro-. Recuerdo que seguimos vivos, que no somos ovejas, sonrío por dentro a pesar de que el policía de la pauta me informa de que tocar pauta con el lápiz descuenta puntos en el test. Que es una infracción en el test. Que no se vale. El de seis años tenía instrucciones claras de hacer una raya temblona, lenta y perfecta, (raros conceptos para mí no veo como pueden ir unidos, pero qué voy a saber yo) para no rozar la pauta. Me quedo con ganas de ir a Montecarlo y de darle una hostia al primer pastor de ovejas que se cruce conmigo. Sonrío. Miro de nuevo la raya, la pauta, los diez círculos cerrados, los cuatro o cinco abiertos y abollados. Pienso en mi dulce niño rubio que se sabe los huesos del oído. Le gustan los tímpanos y los músculos de la lengua. Miro al padre esquemático y amoroso que abraza a dos pictogramas-niños. Miro la raya decidida a lápiz de mi hijo, recta como la flecha de Guillermo Tell, como la espada del Cid Campeador, como el cipote de Archidona. No puede haber madre más orgullosa de una raya mal hecha. Y he ahí el problema. Que estoy orgullosa de su raya. Orgullosa y decidida a ayudarle a matar ovejas con mis lapiceros en la Gran Cornisa de Monte Carlo. Caigan las pautas que caigan (he dicho pautas). Le digo a la psicóloga lo que opino de su test y Kafka se marcha porque tiene prisa por ponerse a escribir.


domingo, 22 de marzo de 2015

EL VALOR DEL AUTOR


Esto me ha pasado de verdad hace dos días. Imagino que le está pasando a otros compañeros guionistas, músicos o realizadores. Os pido que denunciéis los hechos a vuestra asociación profesional o sindicato y también a vuestra sociedad de gestión. La carta que reproduzco es real. Se la escribí yo al jefe de producción con el que había llegado a un acuerdo por la venta de una idea original para TV. He quitado los nombres de los implicados. Quién quiera saber de qué productora se trata, puede enviarme un mensaje a través de las redes y le contestaré por privado.

Querido productor,
Sintiéndolo mucho, no acepto la oferta que me hiciste de compra de derechos del proyecto de TV que os presenté el otro día. Es decir, que retiro mi idea de vuestra productora. No es una cuestión de renegociar condiciones. Es una cuestión de puntos de vista. Vosotros pensáis que las series las vende una productora y yo pienso que las series las vende una buena historia. Como me pides explicaciones y me dices que no entiendes bien qué me ha pasado y quieres reunirte y yo no tengo la menor intención de dejarme convencer, te lo explico por carta.
Mi idea me parece demasiado buena para nacer muerta. Tras la reunión que tuvimos -en la que he de decir que fuiste extremadamente educado, ningún reproche en ese sentido, de verdad- he dormido mal, he comido mal y por más que piense que hay una crisis, que igual las cosas están difíciles, no quiero vender en las condiciones que me ofreces, que son las de ignorar qué es o para qué sirve un autor.
El futuro del proyecto murió en la primera reunión de producción. No fue una muerte fulminante. Todo empezó cuando me dijiste que si la cadena pedía un tratamiento, yo debía desarrollarlo con otro guionista.
-Ya pero, la idea es mía... ¿No debería decidir yo si lo escribo con otra persona?
-No. Aquí todo se escribe entre dos personas.
-¿Y en quién habéis pensado?
-Eso ya se verá. A uno que escojamos.
-¿Y no puedo… escogerlo yo?
-No, porque nosotros llevamos la producción ejecutiva. Así que ese otro guionista es cosa nuestra exclusivamente.
Me quise levantar, ¿por qué no me levanté? Pensaba en la primera página de mi proyecto, que era una declaración de intenciones sobre la autoría del guionista, muy en plan Jerry Maguire... La primera página del proyecto es el alma de la serie que queríais comprar y que supuestamente os había encantado... y tú me decías esto de un guionista traído por el artículo 33 y yo no daba crédito. Hubo bastante forcejeo por mi parte: que si al menos me consultaríais, que si yo es que hay gente con la que no trabajo bien, que si tal… pero nada cuajó y tragué con esto del guionista “a ciegas” muy poco satisfecha. Entonces llegó la segunda cosa tremenda, que ni mucho menos es la más grave. No, no es la más grave, porque la tercera cosa es fenomenal. En este segundo punto me explicaste que si se decide escribir un guión piloto y la cadena no paga el desarrollo (cosa más que habitual), yo lo escribiría como debe escribirse un guión piloto: con su técnica, su escaleta, aplicando en él mis veinte años de experiencia, mi habilidad para el enganche, la más extraordinaria imaginación posible, las horas de sueño y reescrituras, sus diálogos brillantes, su alma, su total profesionalidad, su entusiasmo, las horas de reuniones y sugerencias y cambios, las idas y venidas, la creatividad, la ilusión. A cambio de todo esto, vosotros ponéis el 25 por ciento de su valor. Yo entrego 100 por 100 de trabajo ilusionante, vendedor de una serie a una cadena, piloto milagroso que dará empleo a un equipo de cien personas y con el que harás el negocio para el que existe tu productora… por el 25% de su precio. El resto, (cifra nada generosa) me será entregado al inicio de la producción, que en el mejor de los casos, si sucede el milagro de la ilusión, de aunar virtudes, de juntar emociones de ejecutivos y productores, de alcanzar la sublime inspiración en la desesperación económica o emocional… no será hasta dentro de… en fin. Vale, no empleaste tantas palabras, pero quería dejar clara la desproporción. Te dije que esto no me parecía nada bien y reclamé el pago total. Si yo te escribo un guión, tú me das lo que vale. Me dices que no. Que no se puede. Que lo tome como una inversión. Yo te digo que inversión sería si la productora fuese una cooperativa y yo socia de la cooperativa. No es el caso. Te digo que el que no está invirtiendo en la serie eres tú. Tu no inviertes, yo te lo escribo y encima tengo que poner de mi bolsillo tres cuartos del valor… tu insistes en esto de la “inversión” y yo te digo sin perder la amabilidad (y quien me conozca puede dar fe de la proeza) que tú estás cobrando un sueldo hoy, ahora y que renuncies tú a tú sueldo hasta que empiece la producción. Te lo digo sonriendo y tú también sonríes, jaja, y me dices que no es lo mismo. No, claro. No es lo mismo. Tú importas y yo no. Tú eres jefe y yo, una indigente de la escritura. No sé si la cadena alimenticia acepta que tú tengas todo el derecho a cobrar por tu trabajo, con tu sueldo, tu seguridad social y tu lo que sea mientras yo realizo mi trabajo por el 25% de mi sueldo cuando además, de este trabajo mío depende en un 100% que se venda o no se venda la serie. Sí señor. De eso depende. De un buen guión. Si la cadena alimenticia acepta esta indignidad, mi dignidad: no. Pero no me levanto. ¿Qué demonios sigo haciendo aquí? ¿Qué me está pasando? Al fin te digo:
 -Tú... no has leído mi proyecto, ¿verdad? Este proyecto empezaba con una declaración de intenciones que habla de lo que es la autoría, la ilusión, el alma de un guión… No puedes haberlo leído porque si lo hubieras leído no me dirías todo esto. Si lo hubieras leído, entenderías que me estás insultando.
Ahí te quedas cortado, pero poco:
-Bueno… no… No lo he leído. Pero es que esto que tú has presentado no es el proyecto, es una cosa que tú hiciste para… un novela…
¿Estamos perdidos en la traducción? Yo en mi mundo de setecientas horas de televisión, sabiendo quien soy. Tú en el tuyo, aplicándome la formula negociadora que empleas maravillosamente con los agentes de los actores a los que pretendes contratar por el menor dinero posible. Sorprendido, me indicas que ya he tenido la suerte, ¡la lotería!, de que una productora se interese por mi idea para “hacer” un proyecto y ¡Es la productora la que arriesga!
Aquí todo está claro, pero yo no me levanto. ¿Por qué digo que sí a todo? ¿Qué demonios me pasa? ¿Por qué no me levanto?
Me pasa que estoy en inferioridad de condiciones, que no tengo poder ninguno, que mis contenidos no se están considerando como la pieza esencial del proyecto. Me pasa que si me levanto, me cierro para siempre la puerta de esta productora y de cualquier otra en la que vuelva a encontrarme contigo. Me pasa que me vienen frases de amigos guionistas a la mente. Frases que son reproches milenarios del tipo: “Lea, eres demasiado digna, a veces hay que tragar”. Me pasa que por motivos que no vienen al caso explicar pero que tienen que ver con la creatividad, llevo a mis hijos a un colegio que me cuesta un fortunón al trimestre, me pasa que soy mujer y eso a veces pesa, me pasa que a veces me dicen que soy dura, me pasa que creo en la libertad como una aspiración inalienable del individuo y también que todos me dicen que esto es una utopía, me pasa que no quiero ser esa loca diferente, la rara que no sabe pasar por los aros en llamas. También me pasa que igual es cierto lo que dice una amiga mía: que todos debemos hacer cosas que no nos gusta hacer y que debo pagar las facturas. Me pasa que todo el mundo acepta condiciones humillantes en un momento determinado, que yo no necesito humillarme y aún así… no sé qué coño me pasa que yo sé ya que este proyecto no se hace, que ha nacido muerto, que puedo permitirme tener dignidad y aún así... Yo no me levanto.

Pero, sigamos. El punto tres merece la espera. Tú no has leído el proyecto, esto ha quedado bien claro. ¿Qué sentido tiene lo que estamos hablando? ¿En base a qué estamos negociando? En vano quiero mantener una brizna de algo. En vano trato de conseguir el 35% del guión en lugar del 25%. Tu respuesta es no. En vano trato de que me paguéis menos dinero por el guión piloto y más porcentaje de partida, por pura dignidad, por puro principio. Pero no. Todo es inamovible. Lo tomas o lo dejas.  Y yo… lo tomo. Lo tomo deseando salir de allí… Pero aunque me has matado tres veces o cuatro, no hemos acabado. Llega la guinda del pastel. El punto número tres. Me informas de que hay un tema más del que tenemos que hablar. Os gusta dejarlo todo atado para que luego no haya malentendidos… Me dices:
-Ahora está el tema de los derechos de autor.
Salto como un resorte. ¡De ese tema yo no hablo en el despacho de un jefe de producción! Pero insistes en que te escuche. El forcejeo verbal dura diez minutos. Yo que no y tú que sí. Tú me das argumentos de por qué sí y yo te doy todos los argumentos morales y legales y semánticos de por qué no pienso hablar del asunto. Al fin, me fuerzas la mano, como con todo lo demás (¿por qué no me levanto y me largo?) y me cuentas que el productor ejecutivo (principal socio de la productora, el jefe supremo, el que está encantado con mi idea y que sí se la ha leído y que a ti te paga el sueldo y que me pagará el mío –de tenerlo, algún día, no se sabe cuando-) trabaja mucho en las series que hacéis y opina mucho y “mete la cuchara” y eso merece un porcentaje de derechos de autor porque lo convierte en autor. Yo digo que no. Que el productor no es un autor. Que no es un problema semántico. Que su trabajo es opinar y por eso tiene un sueldo espléndido y todo el poder de decisión sobre la serie. Que los derechos de autor se inventaron precisamente para compensar esta espantosa precariedad laboral que tenemos los autores y que hace que a veces los productores nos obliguen a trabajar por el 25% de nuestro sueldo. Digo: no. Trataste de calmarme, tuviste que llamar refuerzos. Entró en el despacho otro empleado de la productora. Este hombre me explica que sabe mucho de derechos porque su padre ha producido 150 películas y ha escrito otros tantos guiones (o algo así) y que por tanto él (el hijo, no el padre) es todo un experto. Este muchacho quiere convencerme de que los ángeles tienen sexo masculino, me explica con ahínco y total convencimiento, que el productor es un autor porque opina mucho y me dirá cosas del tipo: “que esos dos personajes no se casen” o tal y cual. Sois dos contra una... y yo no me levanto. Yo aún no me levanto y voy y entro en el debate, como idiota, cuando lo que tenía que haber hecho es levantarme. ¿Por qué no me levanto? ¡¿Por qué coño no me levanto?! Al menos, no trago, no soy tonta del todo, e insisto en que opinar de todo no convierte al productor ejecutivo en autor. Que me dé a mí su sueldo de productor ejecutivo y los beneficios que saque la productora con la serie y se ponga ante la página en blanco y se quede con mis derechos de autor. Tampoco sé por qué no me levanto cuando me decís esta joya de frase: “si el productor por opinar no debe llevarse derechos, ¿por qué entonces se lleva derechos de autor un coordinador de guión?” Madre mía… y me vienen a la cabeza las jornadas de 16 horas, los viernes llegando a casa a las cuatro de la mañana, la escritura de 7000 palabras diarias y no me levanto. Yo-no-me-levanto. El hijo del padre productor-guionista-director (también es director) explica vehementemente que no es justo que los músicos se lleven el 25% por ciento de derechos por cada capítulo de una serie cuando solo hacen la música una vez y se pone la misma música en cada capítulo. Yo le digo que sí, será injusto, pero es lo que hay. Me dice que no tiene porqué ser así, que no está escrito en ninguna parte. Que entre todos podremos hacer un reparto más "justo" con la ayuda del productor. A dos manos, el experto por parte de padre y tú, me aclaráis e ilustráis con esquemas en un papel, que los músicos (qué cara tienen, ¿eh?) no se merecen este porcentaje y ya hay productoras o cadenas que les obligan a cederles parte de sus derechos de autor a la firma del contrato. Esas productoras les dan, digamos, un 5% por ciento (¡Les dan!) y la tal productora o la tal cadena registra el resto de los derechos como propios. Así que como ves, nosotros somos legales, me dices, porque nuestro productor solo se llevará un pequeño porcentaje de todos los autores, un porcentaje que “ya veremos cuál es” y que saldrá de un reparto verdaderamente equitativo y que además no incluirá robos de derechos de autor por parte de esta productora como hacen otras productoras. ¡Y yo no me levanto!
Pero sí que levanto la voz. Me pedís que me tranquilice, que igual no lo estoy entendiendo, que este porcentaje que se llevaría el productor por opinar de todo muchísimo no saldría solo de mi parte de idea original sino del montante total de todos los autores, incluido el del músico (este músico que tiene tanto morro). Me decís que el porcentaje sería mucho más beneficioso para todos los autores (excepto para el músico, claro). Y entonces sucede algo terrible: me calmo.
Habéis tocado el resorte de mi avaricia y estoy a punto de entrar en vuestra corrupción. No me levanto y se me cae la cara de vergüenza de no haberlo hecho. No hay guionista de serie diaria que no piense que el porcentaje dedicado a los derechos del músico no sea exagerado, teniendo en cuenta que yo tengo que escribir cinco guiones por semana y el músico solo una música (esto luego no es tan así)… Así que sí. Ví los beneficios de la jugada: si el productor ejecutivo hace de árbitro con el reparto, le quitaremos al músico esta parte que no se merece. Esto es terrible.
Terrible. Los derechos autor han sido un anillo de Gollum de saldo. Me consuela pensar que hasta Frodo dudó y flaqueó por un instante. Porque fue la avaricia de un instante. La puerta a un lugar asqueroso por un instante. Estaba tan humillada por haber aceptado todas las condiciones anteriores que casi caigo en vuestro juego. Hice algo de lo que me arrepiento: sabiendo con el instinto que con todos estos puntos de partida morales la serie ya estaba muerta antes de haber nacido, te di la razón en todo. Me dije: les haré el proyecto y adiós. Eso pensé. Al llegar a casa, claro, entendí que tenía que haberme levantado y cambié de opinión. Quizá, si te lees la primera página del proyecto que os entregué, igual te queda todo más claro:

“Mi nombre es Lea Vélez y soy guionista de TV y novelista. Aunque llevo muchas series de TV a mis espaldas, esta es la primera vez que escribo un proyecto en primera persona. Después de casi veinte años alternando la escritura para televisión con la novela, me ha apetecido hablar por mí misma y tratar de insuflar a este proyecto, si no cara y ojos, al menos un interés personal del creador por su obra de ficción. Algunos a esto le llamarán “darle alma”. Espero conseguirlo.
A veces me engaño y pienso que para tener éxito solo hay que tener ilusión. A veces claro, comprendo que la ilusión no es bastante, pero aun así yo la busco y me muevo por ella de una forma activa. Todos deberíamos hacerlo. Para mí, la ilusión es generar una buena historia desde el humor, el gusto propio, el alma, la garra, la personalidad del autor, la técnica (por descontado), los años de experiencia, la máxima calidad. Generar una buena historia, digo, que enganche al equipo primero, empezando por la productora, después a la cadena, llegando al director y los actores hasta alcanzar a la gente que es quien “vota” con el mando a distancia. Si eso se consigue, quizá además haya… suerte. El éxito, esa suertaza, ese milagro que empieza no sabemos cómo y que no es otra cosa que una comunión entre lo que sabemos hacer, lo que tenemos que hacer y lo que nos divierte.”
Yo no sé cómo empieza la libertad, pero tengo muy claro, que no empieza así. Yo no sé cómo empieza el éxito pero tengo muy claro que no empieza así. Adiós. Siento haber perdido el tiempo. Al menos a ti te pagan un sueldo por perderlo. A mí, no.
Un saludo,
Lea Vélez

jueves, 28 de agosto de 2014

A TODAS


Todo el mundo opina sobre lo que debe hacer una mujer para que no la violen, sobre lo que es machismo, el feminismo, sobre sujetadores arrojados, relaciones consentidas, inocencias y culpas. Como yo también soy todo el mundo, el otro día andaba muy ofendida con las tonterías dichas por un ignorante de Valladolid. Estando así, ofendida, furiosa, discutí con mi padre. Él no es un hombre sospechoso de estar en contra de las mujeres, tampoco es ignorante, pero mi padre es un hombre de 84 años educado en nuestra española y castiza cultura. Todo empezó porque él hizo un comentario desafortunado:
-Menudo bobo, este... ¡Puedes decirle algo así a los amiguetes, pero no ante un micrófono! (Recordemos que ese bobo de alcalde de Valladolid dijo que él tenía miedo cuando subía en el ascensor con una mujer por si se arrancaba la blusa y le acusaba de violación)
Yo me puse enloquecida.
-¡Ni a los amiguetes, ni a nadie! ¡Pensar esa idiotez, ya es tremendo!
Mi padre se puso a rebatirme y ya digo, se lió parda. Le dije que el problema de este memo es que es trágico lo que dice pero más trágico aún, lo que ignora.
No sé cuantos hombres deben sufrir al año una denuncia falsa, semi falsa, improcedente, es una estadística que estimo microscópica, pero no voy a hablar de algo que no sé. Tampoco sé cuantas mujeres son abusadas, morreadas sin quererlo, toqueteadas sin buscarlo, acosadas hasta el borde de la violación, penetradas con los dedos en una fiesta, empujadas a un sexo que no desean tener por violenta insistencia o directamente, violadas con total desgarro... No, no sé cuantas, pero creo que acertaría si digo que todas. Todas las mujeres. TODAS hemos estado en alguna o varias de esas situaciones.
-¡Venga ya!- dijo mi padre.
-Todas, papá. Las mujeres nos callamos estas cosas. Que un tipo te meta mano, te agreda sexualmente, es algo tan humillante, tan desagradable, que nos callamos las agresiones que sufrimos a lo largo de la vida. Pero todas, de una u otra manera hemos sentido una mano a destiempo, un acoso no deseado, una lengua a la fuerza bajando por nuestra garganta, peligro, humillación, indefensión total.
Mi padre, con la cabezonería que caracteriza a los hombres cabezotas de 84 años, se negaba a creerlo y tal vez imaginaba manos en muslos o cachetes en culos, pero yo no me refería sólo a eso y nuestra discusión se exacerbaba. El hombre seguía tratando de entender un concepto abstracto desde su cultura machista y yo, la mujer, trataba de hacérselo entender desde mi realidad diaria, mi experiencia diaria de ser mujer. Al fin, no me quedó más remedio que hacerle entender las cosas desde el ejemplo, como a los niños.

-Verás, papá, la última vez que sufrí una agresión sexual, fue en la Gran Vía a las cuatro de la tarde, a plena luz del día. Yo tendría unos veinte años, caminaba a buen paso, bajando hacia Plaza de España cuando me crucé con dos chavales de mi edad, mal encarados, sin ortodoncia, de unos veinte años, ya digo. Al llegar a mi altura uno me agarró con fuerza del coño. Del coño, sí, papá, me agarró con fuerza del coño, soltó una barbaridad humillante por la boca, me llamó zorra, se descojonaron de risa y siguieron caminando Gran Vía arriba como si nada. Yo me quedé helada. Sin sangre en el rostro. iba sola. A mi lado, la multitud. Nadie había visto lo que pasó. Nadie. Le llamé de todo, al tipo, la gente me miró como si estuviera mamada y ese fue el fin de la historia. No se me ocurrió ir a denunciarlo porque en ese momento no era siquiera consciente de que había sufrido una agresión sexual. Una agresión tan violenta y gratuita como que un desconocido te pegue una bofetada en plena calle sin venir a cuento... O como que te agarre... De eso, del coño.
Se hizo un terrible silencio. Mi madre me miraba anonadada. Mi padre, demudado. Yo seguí con mi cuento.
 -Pero es que, verás, papá, ya te digo, esa fue la última vez que un hombre me agredió físicamente por el simple hecho de ser mujer y tener vagina. Porque ese es el simple hecho. Ni llevar maquillaje, ni enseñar muslos son cuestiones relevantes en ningún tipo de agresión sexual. Yo iba con mis vaqueritos y mi camiseta. Lo relevante, aquí, es ser mujer, ser más débil, tener pechos y vagina y vivir en una cultura que ignora estas cosas.  Lo relevante es que ante la ley, la indefensión manifiesta de la mujer debería primar siempre frente a la fuerza manifiesta del varón. En la ley, ¿eh? Unas leyes que se nos quedan cortas. En la ley. ¿Sigo? Sigo. La vez anterior a esa, sí, sí, he sufrido más agresiones... yo tenía diecisiete años. El ayudante del entrenador que tenía que firmar mis horas de prácticas como profesora de natación, me "entró" en el cuarto donde recogíamos las tablas de los alumnos y las colchonetas del gimnasio. Este tipejo me sacaría unos quince años, era feo y muy desagradable. Con esto te quiero decir que jamás le lancé la más mínima mirada de interés. También era hombre y por tanto, mucho más fuerte que yo. Tras varios avances indeseables, metidos en aquel cuartito, de los que traté de zafarme con palabras, el tipo logró arrinconarme contra las colchonetas de gimnasia, me besó y me pidió que le toqueteara. Yo tenía tanto miedo de que fuese a violarme que accedí a darle unos cuantos besos y unos cuantos toqueteos. Sí, claro, le bese voluntariamente, podría decirse. No me puso una pistola en el pecho, ni un cuchillo en el cuello. Sólo me dijo bésame, como me pones, y en vez de luchar, aterrada, yo le besé. Enseguida, en cuanto logré encontrar una excusa plausible con la promesa de volver, me largué de allí... pero habrá quién no encuentre una excusa. Habrá quién acabe siendo penetrada "voluntariamente" en una situación similar. Habrá también quién le suelte una hostia. Habrá de todo. Yo esto del tipo de las colchonetas nunca se lo conté a nadie. Sentía una vergüenza espantosa. Me sentía culpable por haberle besado y manoseado para evitar la agresión. No era consciente de que eso era ya la agresión sexual, una agresión en toda regla. Ya te digo, papá, yo tenía 17 años. El tendría 32.
Antes de esta vez, hubo otra. Era verano, en las vacaciones de Villadangos. Teníamos trece años. Carmen, Elena y yo. El autobús no venía y hacíamos autoestop para subir a León. Paró un tipo. El hombre parecía un vejete inofensivo, muy de campo, y nosotras éramos tres, así que pensamos que no había peligro. En cuanto cogió carretera empezó a lanzar su manaza hacia el asiento de atrás a toquetearnos las piernas, tratando de avanzar hacia las zonas más íntimas mientras conducía y mientras nosotras gritábamos indignadas. Yo iba sentada en medio y en minifalda, así que los muslos que más tocaba eran los míos. Le amenazamos con la policía, le dijimos de todo, y tras un buen susto, nos dejó tiradas en La Virgen del Camino.
Pero hubo una primera vez. Una que no sé si supera a todas las demás y que me enseñó a edad temprana la fuerza que tiene un hombre furioso y que cuando te agrede un hombre más fuerte que tú, es inútil luchar. La primera vez que un tío estuvo a punto de matarme, yo tenía doce años. Éramos unos diez chavales de la pandilla. Jugando, nos metimos en un chalet abandonado del barrio. De repente apareció un mendigo con un cuchillo. Me agarró. Me encerró con él, indefensa. Me arrastró por el suelo, tirándome del pelo, blandiendo el cuchillo. Yo creo que estuvo a punto de matarme hasta que mis gritos y la amenaza de llamar a la policía de uno de mis amigos desde fuera, le hicieron cambiar de opinión. Salí con vida de milagro.
Se puede tener más cuidado, claro. Se le puede decir a un adolescente que nunca haga autoestop, que nunca se meta en casas abandonadas, que no beba, que no se vista sexy, que no salga a horas intempestivas, que no vaya de juerga. Se puede. También se le puede decir a una joven de veinte años que se afee un poco si piensa caminar sola por la Gran vía a las cuatro de la tarde por sí se encuentra con un ser machista y agresor, pero no lo veo yo una solución muy practica mientras no entendamos que ser mujer, que tener pechos grandes o buen tipo o enseñar un muslo o dos, no es un delito moral. Eso no te hace culpable de la agresión o del fervor sexual del varón, aunque así lo percibamos a veces a causa de la cultura del machismo. La belleza o lo bien dotada que una esté o dejé de estar no es algo que deba esconderse por miedo a ser agredida. Papá, yo no soy la mujer más sexy del planeta, tampoco la que peor suerte ha tenido con los hombres, tampoco he sido nunca bebedora ni una loca de las fiestas y esto me paso a mí, a mí, cuatro veces. Verás, papá, yo te aseguro que si todas las mujeres fueran tan sinceras como yo lo estoy siendo ahora, te contarían experiencias personales tan reales, tan aterradoras, como las que te estoy contando ahora por primera vez.

Mi padre estaba estupefacto. Hablamos de ello. Lo entendió. Lo entendió todo. Cuando se marchó mi padre, le dije a mi madre que estaba pensando en escribir un post en mi blog sobre esto. Mi madre me dijo: "escríbelo, hija, escríbelo, porque esto que tu dices, nos ha pasado a todas". A todas. Después, ella me contó lo suyo.



lunes, 11 de agosto de 2014

El jardín de la memoria

Nuestras vacaciones inglesas van llegando a su fin. Ayer conduje doscientas millas, de Brighton a Calne, Wiltshire. Fui con los niños a casa de dos grandes artistas. Viven en una antigua escuela, tejado de pizarra, paredes de piedra, áticos de tablones, ventanas tapiadas por lienzos apilados, ventanas inexistentes, abiertas a la imaginación por falsos paisajes colgados de las paredes. En la vieja escuela, también llamada "the old Guthrie", huele a trementina. Sus moradores llevan pegotes de pintura en la ropa y salen a una  caseta en la calle, donde también "vive" la lavadora, para mear. Helen es pintora, Richard, escultor, aunque ya está retirado desde que desmanteló la fundición. George, el hombre inglés de mi vida, lo conoció hace unos treinta y cinco años, cuando más que dar clase de física en Calne, gamberreaba en St Mary's, un internado de señoritas entre las que destacaba por su buen humor y su famoso padre, Jade, la hija de Mick Jagger. Qué tiempos aquellos y qué contraste.
Richard y George se hicieron íntimos en los inviernos de esa campiña inglesa, preciosa en las películas, pero impenetrable en la realidad. Una campiña de paredes vegetales en verde mojado, que es un tipo de verde oscuro que te salpica al pasar. Una campiña cerrada por setos de dos metros, que los locales llaman "the hedgerow" y que dividen la naturaleza en habitaciones sin techo ni escapatoria, pero que a pesar de sus terribles espinos, a veces regalan sabrosas bayas con las que hacer mermelada.
Desde la muerte de George, trato de ver a Richard, el escultor de animales de bronce, y a Helen, la pintora de naturalezas muertas, al menos, una vez al año. Ayer pasamos con ellos la velada. Contamos los años. Se cumplen veinte desde mi primera visita. Yo era una jovencísima de 24. Helen y Richard acababan de comenzar su relación. Ni yo era escritora, ni ella pintaba. Ahora Helen expone en solitario, en elegantes galerías londinenses. Sus lienzos se venden por miles de libras. Ayer, yo entregué mi último guión de la última serie y ella cuarenta cuadros al enmarcador. Yo he escrito 800 capítulos de televisión y cuatro novelas, pero sobre todo, entre las dos, hemos escrito mucha vida. En mi caso, un amor, dos nacimientos y una muerte.
Les conté mis proyectos y traté de explicarles qué es El jardín de la memoria. No fue fácil. Es una novela sencilla de leer, corta, intensa, poética, periodística, dura y delicada, pero también es un libro difícil de explicar a la hora de hacer esto que se llama "la promoción". Promoción en prensa que está a punto de empezar pues el libro saldrá en septiembre. ¿Qué vas a decir en las entrevistas? Me preguntó Helen. Le respondo que no tengo ni idea. No me gusta preparar frases manidas. Suelo ser elocuente sin ensayos. ¿Cómo se te ocurrió escribirlo?, me pregunta Richard. "Le pregunté al médico qué debía hacer mientras George yacía en la cama, esperando el final y me respondió: nada, no puedes hacer nada más que acompañarlo. Yo no me conformé con eso y le dije a George que iba a escribir la historia de los Collinson, explicarle los misterios de su infancia y de su muerte.  A George le pareció una idea excelente. Nos dio algo que hacer, algo que discutir, algo que construir con palabras para los niños y sobre todo, nos cambió el punto de vista. Sí, así empezó.
En el Jardín de la memoria cuento tres historias entrelazada. La primera es la de Boix.  Es la vida de un héroe español, testigo en Nuremberg. De hecho, Boix es el único español que testificó contra el nazismo. La vida de este republicano siempre fue para mí como una trama de thriller sacada de esos clásicos que se te encierran de por vida en la almoneda de los favoritos. Boix, el fotógrafo de Mauthausen, es como un héroe de Hemingway o un personaje de alguna película en blanco y negro, tipo "Casa Blanca", o quizá alguna más moderna como el "libro negro". La historia, como las mejores tramas de novela de intriga, o de "prisiones" o de espías y guerra, es simple y poderosa: Un ex soldado encerrado en un campo de concentración decide ser testigo y actuar. Para sobrevivir a lo que está ocurriendo, opta por sacar la verdad de contrabando en forma de negativos fotográficos. Eso cambia su forma de ver el horror, cambia el sentido de todo lo vivido. Una pequeña decisión lo convierte en parte activa y al fin, su estancia en el campo cobra sentido y Boix pasa por los juicios de Nuremberg y por la historia.
Yo no estaba en un campo de concentración, de acuerdo, pero el cáncer o mejor dicho, su onda expansiva, puede aprisionarte, dominarte, matarte antes de tiempo y acabar con los tuyos, sueños y esperanzas, paralizarte de miedo, obligarte a no ser... A no ser que uno haga como Boix y siga el instinto, el olfato periodístico, eso que pide el cuerpo, y se proponga hacer lo que mejor uno sabe hacer: escribir. Vivirlo, verlo, observarlo... para contarlo. A mí, sobre todo, me lo pidió el cuerpo, no fue algo así, meditado. Como hacemos los escritores, comencé a escribir. Al hacerlo, insisto en esto, cambié el punto de vista. Me desdoblé en personaje y autora y le puse cuerpo a esa frase que recitaban constantemente los amigos o las otras madres del colegio: "Yo no sé, Lea, no se qué haría si estuviera en tu lugar". Yo tampoco sé lo que habría hecho de no tener la escritura. Igual que no sé que habría hecho Boix de no tener la fotografía. Supongo que lo que todos, simplemente: viajar. La muerte es un viaje por un paraje desconocido del que tenemos referencias tétricas, terroríficas, pero sobre todo, equivocadas. Yo estuve en el paraje de la muerte, lo visité con mi familia, mis dos hijos, y como una periodista infiltrada -como aquel Gunter Wallraf al que el profesor Sorela nos hizo leer en la universidad, y que recuerdo como una de las lecturas cruciales de la juventud-, me propuse contar la verdad. La más pura verdad. Que la muerte es un viaje por un lugar fascinante, y que como el buen final de un buen libro, ha de ser medida, estudiada, domada, feliz, retratada.
Un tercer relato se entrelaza con nuestros últimos días y la aventura de Boix. Es la historia sacada de unas cajas de bombones de 1957. La investigación exhaustiva de la familia de George, Los Collinson en Malmesbury, sus padres y hermanos. La historia a la que me aferré para tratar de entender mi propio viaje hacia el final y que me sirvió para interiorizar esa rama inglesa que han de heredar mis hijos y de la que perdería el hilo con nuestro adiós.
En esas cajas está la correspondencia de una madre a su hijo de diez años, y la del niño a su madre desde el hospital de Niños Enfermos de Bristol. Al leer las cartas de Connie y Stephen, se comprende otro tipo de tragedia, aparentemente a años luz de la de Boix y sin embargo, tan cercana en mis pensamientos. Esa tragedia, la prosaica, similar a la mía, la del día a día, la de una familia desgarrada por dentro pero que ha de seguir funcionando, la de los muertos anónimos, me atrapa, me interesa, me toca de lleno. Así que busqué el valor mirándome en el espejo de aquellas cajas, reliquias de los Collinson que son decenas de cartas inocentes, maternales, infantiles, llenas de cariño y paz, y en ellas encontré todas las respuestas.  Leyendo esas simples cartas sin trascendencia histórica pero de gran importancia emocional, comprendí lo que es el miedo y donde se encuentra el coraje y la felicidad. Tras leerlas puedo ver ese abismo tan falso que es a veces la vida, la rutina, la normalidad. Es como un superpoder de rayos X que proporciona el roce con la muerte.

El jardín de la memoria es un despertar. Todo es visible cuando llega el final. El amor es más amor, la risa es más risa, una caricia es un recuerdo imborrable. Nada más importa. Junto a la muerte, se aprende a vivir, y mi libro sirve, creo, para expresarlo.
Richard se sorprende, Helen también. Parece una historia compleja, me dicen con los ojos iluminados de algo. A Richard le fascina lo que cuento. Quiere que lo traduzcan al inglés, río. Trato una vez más de explicarlo y sólo me viene una comparación. Si en lugar de un libro fuera otra cosa, El jardín de la memoria sería la colcha de patchwork, hecha de recuerdos y retales, que cosí a mano, con total dedicación, escogiendo cada fragmento por su textura y su colorido y su simbolismo. Es una colcha de palabras dulces, duras, verdaderas, puras, cálidas, divertidas, lúcidas y valientes. Un quilt de momentos finales, trascendentales, junto al amor.