domingo, 15 de enero de 2012

Cambiemos el final de Anna Karenina.

Filosofando el otro día, a raíz de un nuevo proyecto, escribí un texto sobre el éxito. Una de las cuestiones que surgían era si la felicidad, como un ente futuro, existe, y si existe… ¿es alcanzable o sólo es una zanahoria que nos hemos inventado para seguir río arriba? Evidentemente, como el texto trataba de ser provocador, entraba en silogismos diversos y uno de ellos era que buscar la felicidad es buscar la perfección, pero la perfección solo se alcanza con la muerte, luego buscamos la muerte. Ya digo que eran silogismos. O casi. Por otra parte, esto me obligó a hacer una exploración de mis propios sentimientos y sensaciones. Llegué a la conclusión nihilista, cuasikantiana de que quizá, la felicidad no existe pero la infelicidad sí y me topé así con una bonita paradoja. ¡Cómo me gustan las paradojas! Voy a enunciarla:
El infeliz no cree en la existencia de la felicidad.
Si crees en el opuesto de algo, sin duda, crees en ese algo. Luego sí que piensas que hay una forma de felicidad contraria a tu infelicidad, pero tu infelicidad te impide creer que pueda existir algo tan futuro y escurridizo como la felicidad. Partiendo de aquí me pregunté si esto también es aplicable al amor y entonces, como suele ocurrir últimamente en mi vida, una amiga me contó su historia y vino a ponerme en bandeja el ejemplo. Es una historia de desamor, o de falta de amor, o de amor que no fue, así pues… aplicándole mi propia lógica incongruente, yo diría que es una de las más bellas historias de amor que me han contado.
Mi amiga está casada pero hace años que no es feliz. El otro, el hombre que se bañaba en sus ojos, estaba casado también pero hacía mucho que no era feliz. Ambos se conocieron yendo a recoger a los niños, a la puerta del colegio. Como no podían hacer otra cosa, simplemente se hicieron amigos y así con la ilusión de dos adultos que han encontrado a alguien con quien compartir lo que no comparten en su casa, se encontraban cada tarde durante unos minutos sin siquiera ser conscientes –o sin querer serlo- de que esta supuesta amistad era el símbolo de una profunda frustración amorosa. Frustración marital. Y por tanto, símbolo también de una profunda necesidad de amor.
Tras recoger a los niños, los llevaban al parque cercano y allí, sentados uno junto al otro en un banco, charlaban un poco, callaban otro poco, cuidaban de los hijos de cada uno y como sedientos en el desierto bebían minutos de ilusión fuera de sus respectivas casas. Un día todo se torció. Él quería romper la baraja con su mujer y parte consciente y parte inconscientemente, hizo su amor (o lo que él creía amor) por mi amiga demasiado obvio. Como era de suponer, la mujer descubrió que los íntimos anhelos de su marido no tenían nada que ver con ella. Supo que compartía sueños con otra, aunque nadie hubiera verbalizado esos sueños. Se convirtió en hidra y en víctima. En acusadora y en vapuleada. El escándalo fue mayúsculo. Aún resuenan los gritos en el patio del colegio, entre las comadres que van a buscar a sus hijos a las cinco. Mi amiga fue marcada con la letra escarlata, su marido se enteró de todo, los otros se divorciaron. Poco a poco, las aguas volvieron a su cauce. Mi amiga sigue junto a un hombre (bueno, malo, ¿infeliz?) que pasa de todo, que ya no la quiere, cargada de obligaciones y sin atreverse a buscar su propia felicidad o a salir de su infelicidad. Por ser infeliz cree que la felicidad es una entelequia. En su día a día no hay atisbo de amor, ni calambres en el estómago, ni una pizca de rubor o el eco de un cosquilleo al recibir llamadas en el móvil. Las horas en el parque terminaron y hoy sólo queda realidad. “Sé que él aún me quiere”, me terminó confesando con ojos cargados de lágrimas. “Siento que estoy en una estación y el tren me espera y yo no me puedo mover. No soy capaz de moverme”. Yo la animé a subirse al tren. No necesariamente a ese tren. A cualquier tren, coche, autobús, carromato que la lleve hacia un camino que no existe aún pero lejos de donde no quiere estar. Nunca me ha gustado el final de Anna Karenina. Dejemos que una madre de cuarenta años entienda que tiene toda la vida por delante y que mirar y dejarse mirar por el marido de otra con ilusión no es un atentado a la moral. Seamos generosos con ella sin mirarla de reojillo mientras cuchicheamos a sus espaldas, sin caer en mojigaterías antediluvianas. Deseemos a otros la felicidad siempre, incluso a los que más queremos, aunque eso signifique que se marchen de nuestro lado. Dejemos que nos roben a las mujeres o a los maridos si los maridos y las mujeres quieren ser robados. Cambiemos el final de Anna Karenina.
Cuando George murió estaba triste pero era feliz porque no tenía reproches que hacerse. “He vivido la vida que he querido y como he querido y he conocido todas las sensaciones importantes”, me dijo. Yo he aprendido tantas cosas… demasiadas quizá. Una es obvia, pero de verdad ha cambiado la forma en que quiero vivir mi vida: he aprendido que la muerte llega y con ella, se cierran todas las estaciones, así que el día en que se me presente un atisbo de amor pienso agarrarlo con las dos manos. A manos llenas. (Si es que no lo he agarrado ya).

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