jueves, 5 de enero de 2012

Mujer tridimensional.

Hoy me he dado cuenta de algo aterrador. Estoy sola. Pero no sola de falta de compañía. No sola de que no haya gente alrededor. No sola de que no tenga con quién hablar. No sola de que antes tuviera alguien con quien compartirlo todo y ahora no. No sola de que no pueda ir al cine con un amigo.
Sola de que nadie entiende, ni por asomo, ni llega a vislumbrar, el lugar en el que me encuentro. Sola de que no hay nadie en el lugar en el que me encuentro. El lugar metafísico. El lugar espiritual. El lugar metafórico.
Esta mañana me levanté mal. Tenía que haberme quedado en la cama –aunque con dos niños pequeños no habría estado chupado- pero acababa de completar dos “colecciones” de formularios: la de los Italianos, pues por fin llegó ayer por correo el último certificado de hacienda que necesitaba para mandarles todos los papeles que me han pedido, y la carta a los franceses, pues al fin llegó ayer la tan codiciada partida de nacimiento. Así pues, debía ir a echar las cartas en cuestión. Los niños, claro, en sus mundos de Yupi, no querían moverse de casa. Yo tampoco la verdad, ya digo, pero tenía que hacerlo. Michael corría de un lado a otro de la casa y yo no podía vestirle y trataba de explicarle que era imperativo que nos fuésemos a correos, que de eso más o menos dependía el futuro, nuestra existencia, el pan de mañana –hoy estoy intensa- y me preguntó por qué y le expliqué lo que es una pensión de viudedad, y le conté que papá había trabajado en Suiza, Francia, Italia, Inglaterra y España y que esas cartas eran para que pudiéramos tener un dinerito con que comprar comida -no tan melodramático, pero para entendernos, vaya- y me eché a llorar. Pero a llorar, llorar, como cuando el que llora es Richard, el pequeño, cuando le salen las muelas. Y mi hombrecito mayor de cuatro años me abraza y me da unas palmaditas en la espalda como hago yo cuando el que llora a moco tendido es él. Y me besa con ternura y me dice “eres bonita, mamá” y yo sigo llorando abrazada a él porque no tengo otra persona que me abrace cuando lloro. Y Michael sigue dándome palmaditas, y paciente espera apretándome lo justo, como haría un buen amigo –si es que yo tuviera un buen amigo dispuesto a abrazarme y escucharme y no a salir corriendo cuando me pongo triste y melancólica-.
Y vamos a correos y como estoy malamente, decido quedar para ir a visitar a una amiga que tiene niños pequeños como los míos. ¡Qué gusto! Voy a desahogarme con alguien que me abrace. Pero no resulta fácil. Cinco veces se sienta para escucharme, cinco veces debe levantarse para hacer otra cosa y yo me pregunto qué estoy haciendo allí, ¿es que no ve que estoy a punto de morirme de pena? ¿No ve que sólo quiero un hombro dónde llorar? Y sí, claro que lo ve y me abraza, y lloro, pero algo interrumpe y corto las lágrimas. Se va. Vuelve a escucharme y empiezo a contar y me pone en pausa de nuevo, y sigo contando y no entiende una parte, claro, porque me ha detenido tantas veces que no sigo el hilo ni yo. Y sé que me quiere y que trata de muy buena fe de aconsejarme, y normalmente sus interrupciones me hacen gracia, pero yo hoy estoy en otro lugar. No me encuentro en el plano de las personas normales. Estoy lejos, muy lejos de allí, con una angustia creciente y mi válvula de escape cerrada a cal y canto y trato de abrirla pero mi amiga se está dando una crema nueva que se ha comprado y me explica que se la ha recetado la dermatóloga y yo asiento sintiéndome tremendamente invasora y egoísta e inoportuna e inadecuada y espero pacientemente a que acabe, sabiendo que tiene todo el derecho del mundo a hablarme de sus cosas y que estoy allí en mal momento y me dice, vamos abajo, que te escucho. Pero entonces sucede otra cosa, no recuerdo cual y me quedo sola, sentada en un sofá y pienso que yo no estoy en aquel lugar. No existo. Yo estoy a años luz de esa habitación y ese sofá y en cambio mi amiga sí que existe, y está en su casa, liada con sus hijos, sus cremas, su vida -como es lógico- porque ella sí que vive en una dimensión tridimensional. Y rebusco en mi interior a la persona tridimensional que fui una vez y cuando mi amiga vuelve a escucharme, creo por un segundo: “igual sí que puedo hablar de mí y de lo que me preocupa” y empiezo y ella -incisiva de inciso- me para el discurso para hilar fino y pierdo de nuevo la madeja y en eso, mis hijos empiezan a llorar de hambre. Son casi las dos. Hora de marcharse. Me doy cuenta de que si no quiero hacer o decir algo de lo que arrepentirme para siempre, como perder los papeles delante de cuatro niños asustados, debo irme deprisa. Y ella gime un espera y yo le digo que me marcho mientras los niños gritan y yo grito de vuelta y los meto en el coche con calzador y la pobre está agobiada y se siente insultada, por supuesto, porque la persona normal que yo sería -si fuese- la está insultando,  y yo no puedo explicarle que o me voy de allí o me muero. Y cuando llego a casa empiezo a llorar porque quién puede imaginarse que el lugar en el que estoy no se encuentra en la tierra. Si no lo sabía ni yo. ¿Quién iba a pensar que después del limbo del cáncer terminal podía haber un limbo aún mayor? ¿Cuántos limbos entre el infierno y la tierra quedan por pasar? ¿Va ser esto siempre así? Ya, ya sé lo que va a ser esto. Esto va a ser lo que llaman la etapa aguda. Hoy sí que me siento aguda.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.