jueves, 23 de febrero de 2012

Carta a un buen amigo.

La semana ha ido fenomenal. Ya sabes, mucha energía, ilusión, muchas cosas. De pronto, en jueves, cambia. Mi ánimo es la vela del barquito que me voy a comprar. Navego ciñendo, contenta, con viento a estribor. Toco el timón. Quiero apurar un poco más. Soy ambiciosa. Un toque. De golpe rola el viento. La mayor lo caza. Se tensa a babor. El palo viene a toda hostia. Crujen cabos, poleas. La botavara me golpea. Caigo al agua. Está fría el agua. ¿Qué me ha pasado, aparte de escribir de pronto como Pérez-Reverte? Quizá es que ayer vino Tristan –ya sabes, el amigo de la infancia de George- y pasamos el día juntos y hablamos mucho de él y de que mi nueva novela relata la muerte de George y hablamos de Malmesbury y de cómo nos las vamos a arreglar para esparcir sus cenizas en “El Jardín de la Memoria”, el antiguo cementerio de la abadía, el lugar al que George siempre quería volver desde que jugara de niño corriendo entre las lápidas. Evidentemente, está prohibido, pero yo estoy empeñada y nos echamos unas risas diciendo que podíamos hacer como en “La gran evasión” y esconder las cenizas en saquitos bajo las perneras de los pantalones y pasear -como Steve McQuenn y James Garner- silbando sonrientes con las manos en los bolsillos mientras soltamos “el material” con gran disimulo entre las tumbas de la abadía.

Pero eso fue ayer. Las risas fueron ayer. Las cervezas al sol y los recuerdos simpáticos y los abrazos. Hoy es hoy y me di cuenta de que la jodida novela se ha convertido en símbolo de mi separación del mundo. En la cosificación de mi frustración existencial.

Casi nunca sé como agarrarme al mundo. ¿Tú sabes cómo agarrarte? Yo no. No creas que tiene que ver con la muerte. Viene de antiguo. Nunca he sabido. Antes me daba igual. Eran otras prioridades. Ahora querría saber. ¿Ves? Seguramente no sabes qué es lo que quiero decir con “agarrarme al mundo”.

Pienso en lo que escribí y me invaden las emociones.  Me siento un poco Francesc Boix al visitar con los recuerdos el campo de concentración en el que estuvo prisionero. No quiero volver al lugar de la muerte y al mismo tiempo, quiero enseñárselo al mundo, no por mí... por el mundo y entonces pienso que al mundo le importa tres cojones, y caigo en que a veces tratamos de poner el acento en cosas que deberíamos olvidar, dejar de lado, ignorar, pues si al mundo no le importamos entonces el mundo no debería importarnos a nosotros. ¿Pero esto es así? ¿No tenemos un deber con el mundo? Ya sé que el mundo pasa de la gente y que no es recíproco y que no nos debe nada el mundo, pero no habría que buscar reciprocidad en todo. La reciprocidad. Recuérdame que un día elucubremos sobre esto. ¿A qué viene esta necesidad de equilibrio? Parece ser una regla sagrada para la amistad, para el amor, para la vida en pareja, para la economía. ¿Es inventada esta necesidad? ¿Es instintiva? ¿Por qué le aplicamos a las relaciones humanas ecuaciones matemáticas? ¿De dónde viene esa puta manía de llevar libros invisibles de contabilidad? Si yo te doy un regalo, tú me lo das a mí y si no me lo das, estás en rojo. Si no hay reciprocidad, el mundo es injusto. No, no es injusto, ni justo, ni nada. Sólo es mundo.

No quiero volver a ese lugar. Me pone triste volver a los lugares emocionales de los que hablo en la novela. O mejor dicho, de los que no hablo. Porque la novela cuenta pensamientos, hechos, momentos, no retrata mis emociones. ¿Se han quedado dentro las emociones? ¿Debería sacar esas emociones? Lo ignoro. En días como hoy, dos mitades de una persona se dan fuerte. La primera mitad se alegra profundamente de haberla escrito mientras que la otra aborrece hondamente su existencia. No pienses que estoy triste. No lo estoy. Es en días como hoy cuando te escribo las mejores cartas.

miércoles, 1 de febrero de 2012

El reloj de la vida no es exacto

Creo firmemente que si uno hace lo correcto, las balanzas de la vida cotidiana tienden a nivelarse. Pero escoger lo correcto a veces requiere de un largo viaje.
El otro día quise cambiarme a Vodafone. En Movistar se negaban a darme facilidades para cancelar la línea de mi marido. Cuando le dije a la chica que por favor me ayudara, que estaba muerto y yo sufría y ya no podía mandar una carta más, me replicó airada: “El motivo me da igual. No hay excepciones”. Si me hubiera apuñalado no me habría hecho más daño y le solté que a ella puede que le diera igual “el motivo”, pero a mí no, así que unas semanas después (el otro día) pedí la portabilidad con Vodafone por principios. Por una cuestión moral. Ni económica, ni burocrática: moral. Después de quince años de fidelidad y total sumisión, Movistar me apuñalaba con ensañamiento. Así que yo cojo y me voy con mi música –en este caso mi contrato- a otra parte. Los de Vodafone, por supuesto, me ofertan un contrato por menos, con más y un teléfono nuevo, que eso sí, cuesta doscientos cincuenta pavos. Me digo, a la porra, me lo compro. Estaba un poco tristona porque había perdido mi querido reloj y decidí darme una alegría. El nuevo I-phone 4 S para mí. Me largo de Movistar a pesar de las dudas que siempre tenemos los humanos para cambiar, para salirnos del carrilillo conocido, para tomar opciones sin explorar o aventurarnos en mundos poco familiares. Pido la portabilidad. Esa voz oscura que tenemos dentro me dice: te va a traer problemas este cambio, al final vas a pagarlo con sangre. ¿Y si luego no tienes cobertura? Mira que tú vives en el campo... ¿Y si no te funciona el teléfono? ¿Y si…? Así que me digo que la oferta de Vodafone no debe de ser tan buena. Cuando algo es claramente ventajoso, las voces interiores se callan. Creo que son los doscientos cincuenta euros los que me hacen dudar. Pensar en dinero es venenoso. Además, ya digo, he perdido mi reloj. Mi precioso reloj que me costó ciento veinte euros. El bolsillo está muy resentido porque en otro arranque, me he comprado un reloj idéntico. No me gusta cambiar y no puedo vivir sin mi querido y conocido y perfecto reloj compañero. Si opto por Vodafone y le sumo el gasto del reloj, seré trescientos setenta euros más pobre. Ay, el miedo me atenaza, pensar en dinero es venenoso. Pero… ¿Y mis principios? ¡Recuerda la puñalada! Dudo. Empiezo a temer esa llamada de Movistar en la que tratarán de corromperme, encontrar mi precio y ofrecerme algo que mi avaricia no podrá rechazar. ¿Qué hay de esas otras voces de justicia? ¿Y de mis principios acuchillados? Efectivamente, me llaman y me preguntan por qué me quiero ir y me doy el gustazo de contárselo y me piden perdón y me dicen: “Eso se lo arreglo ahora mismo”. Para rematar, la mujer tiene voz agradable: “ya está: cancelada la segunda línea”. Así que no era verdad, sí que hay excepciones. Pues claro que las hay. Es evidente. No sólo fueron insensibles la primera vez, también mintieron. La chica de voz agradable me hace la contraoferta y enseguida calculo que la nueva tarifa va ser idéntica a la de Vodafone o incluso peor. Me digo: no gano con esto. Mi secreta codicia se ve insultada. “No, no. En Vodafone me dan un I-phone”, digo. Busco excusas para salir del atolladero, quiero irme de Movistar pero me siento acorralada. “Ah, bueno, no hay problema” Ella me dice que ellos también me lo dan por cincuenta euros. Mi cabeza hace las sumas y decide que más vale pagar cincuenta que doscientos cincuenta… Que más vale lo malo conocido. No quiero ser trescientos setenta euros más pobre. Prefiero ser sólo ciento setenta euros más pobre (recordemos que yo a todo le voy sumando el precio del reloj. Un precio que me duele en el alma, porque pagar por algo que se tenía y se ha perdido, duele aún más). O sea que empecé teniendo principios y he acabado igual de acuchillada, miedosa, avariciosa y borrega porque les he dicho que vale, que me quedo. Al día siguiente, resulta que lo malo conocido era… malo. El teléfono prometido está agotado desde hace meses. Las tiendas tienen listas de espera. Llamo a Movistar.  Me mienten de nuevo. Pido de nuevo la portabilidad. Me voy con Vodafone. Pagaré los doscientos cincuenta euros (trescientos setenta sumándole el reloj), me da igual. Movistar me llama de nuevo. Hoy sí les digo que es una cuestión de principios. Que no me gusta que me insulten y que me mientan. La chica decide ser honesta y ni siquiera intenta su contraoferta. Me quedo con Vodafone que es lo que debí hacer en primer lugar. A la mañana siguiente llega mi hijo pequeño muy sonriente. Agita algo en la mano. “Mamá, mamá, es tuyo”. Es mi querido reloj. Ha encontrado mi reloj dentro de esa misteriosa dimensión cuya entrada es la rendija del sofá. Devuelvo el nuevo. Soy ciento veinte euros más rica.
Pongo ciento setenta euros en un plato de la balanza y doscientos en el otro (recordemos que por el teléfono de Movistar habría tenido que pagar cincuenta). Muchas veces, si uno hace lo correcto, las balanzas tienden a nivelarse. Quizá no del todo, pero es que el reloj de la vida no es exacto.

domingo, 15 de enero de 2012

Cambiemos el final de Anna Karenina.

Filosofando el otro día, a raíz de un nuevo proyecto, escribí un texto sobre el éxito. Una de las cuestiones que surgían era si la felicidad, como un ente futuro, existe, y si existe… ¿es alcanzable o sólo es una zanahoria que nos hemos inventado para seguir río arriba? Evidentemente, como el texto trataba de ser provocador, entraba en silogismos diversos y uno de ellos era que buscar la felicidad es buscar la perfección, pero la perfección solo se alcanza con la muerte, luego buscamos la muerte. Ya digo que eran silogismos. O casi. Por otra parte, esto me obligó a hacer una exploración de mis propios sentimientos y sensaciones. Llegué a la conclusión nihilista, cuasikantiana de que quizá, la felicidad no existe pero la infelicidad sí y me topé así con una bonita paradoja. ¡Cómo me gustan las paradojas! Voy a enunciarla:
El infeliz no cree en la existencia de la felicidad.
Si crees en el opuesto de algo, sin duda, crees en ese algo. Luego sí que piensas que hay una forma de felicidad contraria a tu infelicidad, pero tu infelicidad te impide creer que pueda existir algo tan futuro y escurridizo como la felicidad. Partiendo de aquí me pregunté si esto también es aplicable al amor y entonces, como suele ocurrir últimamente en mi vida, una amiga me contó su historia y vino a ponerme en bandeja el ejemplo. Es una historia de desamor, o de falta de amor, o de amor que no fue, así pues… aplicándole mi propia lógica incongruente, yo diría que es una de las más bellas historias de amor que me han contado.
Mi amiga está casada pero hace años que no es feliz. El otro, el hombre que se bañaba en sus ojos, estaba casado también pero hacía mucho que no era feliz. Ambos se conocieron yendo a recoger a los niños, a la puerta del colegio. Como no podían hacer otra cosa, simplemente se hicieron amigos y así con la ilusión de dos adultos que han encontrado a alguien con quien compartir lo que no comparten en su casa, se encontraban cada tarde durante unos minutos sin siquiera ser conscientes –o sin querer serlo- de que esta supuesta amistad era el símbolo de una profunda frustración amorosa. Frustración marital. Y por tanto, símbolo también de una profunda necesidad de amor.
Tras recoger a los niños, los llevaban al parque cercano y allí, sentados uno junto al otro en un banco, charlaban un poco, callaban otro poco, cuidaban de los hijos de cada uno y como sedientos en el desierto bebían minutos de ilusión fuera de sus respectivas casas. Un día todo se torció. Él quería romper la baraja con su mujer y parte consciente y parte inconscientemente, hizo su amor (o lo que él creía amor) por mi amiga demasiado obvio. Como era de suponer, la mujer descubrió que los íntimos anhelos de su marido no tenían nada que ver con ella. Supo que compartía sueños con otra, aunque nadie hubiera verbalizado esos sueños. Se convirtió en hidra y en víctima. En acusadora y en vapuleada. El escándalo fue mayúsculo. Aún resuenan los gritos en el patio del colegio, entre las comadres que van a buscar a sus hijos a las cinco. Mi amiga fue marcada con la letra escarlata, su marido se enteró de todo, los otros se divorciaron. Poco a poco, las aguas volvieron a su cauce. Mi amiga sigue junto a un hombre (bueno, malo, ¿infeliz?) que pasa de todo, que ya no la quiere, cargada de obligaciones y sin atreverse a buscar su propia felicidad o a salir de su infelicidad. Por ser infeliz cree que la felicidad es una entelequia. En su día a día no hay atisbo de amor, ni calambres en el estómago, ni una pizca de rubor o el eco de un cosquilleo al recibir llamadas en el móvil. Las horas en el parque terminaron y hoy sólo queda realidad. “Sé que él aún me quiere”, me terminó confesando con ojos cargados de lágrimas. “Siento que estoy en una estación y el tren me espera y yo no me puedo mover. No soy capaz de moverme”. Yo la animé a subirse al tren. No necesariamente a ese tren. A cualquier tren, coche, autobús, carromato que la lleve hacia un camino que no existe aún pero lejos de donde no quiere estar. Nunca me ha gustado el final de Anna Karenina. Dejemos que una madre de cuarenta años entienda que tiene toda la vida por delante y que mirar y dejarse mirar por el marido de otra con ilusión no es un atentado a la moral. Seamos generosos con ella sin mirarla de reojillo mientras cuchicheamos a sus espaldas, sin caer en mojigaterías antediluvianas. Deseemos a otros la felicidad siempre, incluso a los que más queremos, aunque eso signifique que se marchen de nuestro lado. Dejemos que nos roben a las mujeres o a los maridos si los maridos y las mujeres quieren ser robados. Cambiemos el final de Anna Karenina.
Cuando George murió estaba triste pero era feliz porque no tenía reproches que hacerse. “He vivido la vida que he querido y como he querido y he conocido todas las sensaciones importantes”, me dijo. Yo he aprendido tantas cosas… demasiadas quizá. Una es obvia, pero de verdad ha cambiado la forma en que quiero vivir mi vida: he aprendido que la muerte llega y con ella, se cierran todas las estaciones, así que el día en que se me presente un atisbo de amor pienso agarrarlo con las dos manos. A manos llenas. (Si es que no lo he agarrado ya).

lunes, 9 de enero de 2012

Éxito inesperado


El día siempre empieza con energía pues llevar a los niños en bici al cole pone en marcha todos los órganos del cuerpo. Los pulmones y el corazón compadrean, las piernas se desentumecen, la cara se congela con el aire de la helada y la espalda se estira. Todos me saludan. Todos me conocen. Entre los padres del cole que sacan a sus hijos de los coches, me siento como la reina de Inglaterra saludando con la manita a unos y a otros otorgando sonrisas y esquivando el tráfico. Soy la de la bici que lleva a esos niños tan monos sentados en su banquito, detrás, en el triciclo más fashion de Villanueva. Los niños, contentos de empezar las clases me dan un beso fuerte y entran corriendo al cole y me vuelvo por donde he venido. El sol ilumina el salón y cuando entro de nuevo quitándome el plumas, la mirada se posa sobre mi querido portátil. Sin querer, pergeño una idea para escribir un texto sobre “el éxito” pero como me gusta darle vueltas a las cosas en la cabeza primero dejo que mi piloto automático literario se ponga con eso y me subo a la oficina a hacer un par de fotocopias. Papeles, claro, que tengo que enviar a Inglaterra, como no podía ser de otra forma. El café me sabe a gloria (escuchando a Drive by truckers, regalo de mi hermano) porque acabo de abrir un paquete nuevo (nada de Marcilla) del bueno, del de Guatemala. Y me pregunto si ponerme a escribir ya o seguir haciendo burocracia tonta mientras le doy vueltas en la cabeza al significado del éxito.  Decido posponerlo hasta media mañana y salgo al taller. Debo cambiar las bisagras de la puerta rota de un armario. Allí me enfrento a las herramientas de George. Escojo mi taladro, mis tornillos y cambio las bisagras mientras sigo pensando en el éxito. Suena la música. The deep south. Me hago otro café y enciendo el ordenador. Hago la compra por Internet y sólo entonces me pongo a escribir. De una tacada “vomito” lo que a mí me parece una simpática tormenta de ideas sobre el éxito. Disfruto escribiéndolo. Luego me marcho al gimnasio. Es casi la una. Y es allí donde como recompensa a mi buen humor sucede algo imposible. Mientras hago mis pesas tratando de parecer la más cool del mundo, noto una mirada insistente sobre mí. Un hombre ha llegado. Como somos siempre muy pocos, el nuevo dice hola y los demás contestamos, pero este no dice ni pío y viene directo hacia mí. No sé qué es lo que me va a preguntar, pero sin duda me va a decir algo así que levanto la vista, sonrío (acordándome de George que siempre me decía “tienes que sonreír más, tienes una sonrisa preciosa”) y entonces veo un rostro increíblemente familiar y querido y antiguo. ¡¿Lea?! Exclama. Y no puedo creerlo, empieza a latirme el corazón más deprisa y no es del esfuerzo y lo primero que pienso es “menos mal que hoy me he lavado el pelo”. Es Javier, un amigo amiguísimo que tuve con veinte años en la facultad. Me mira sonriente y no hay que decir más. Nos damos un abrazo y me cuenta que es socio del club desde hace siglos y que juega al golf, claro (y yo me he quedado sin compañero de golf) y no entendemos cómo no nos hemos visto antes y de pronto una avalancha de emociones agradables nos inunda a los dos. Como es lógico, tras el ejercicio nos vamos al restaurante a comer juntos, porque él no tiene que estar en Telemadrid (donde es realizador) hasta las cuatro y media y nos ponemos al día de los últimos veinte años. Resulta que se acaba de divorciar. Yo no quiero hablar mucho de mí porque ya lo he contado tantas veces… pero no me va a quedar más remedio. “¿Y tú?” me pregunta. Pues no, no va a quedar más remedio que soltar la bomba. Por unos instantes dudo. Insiste: “conociéndote seguro que tienes alguien que no te va a soltar fácilmente”. El coqueteo en su mirada es tan obvio como el piropo. Siempre fue muy guapo (nunca me han gustado los feos, excepto uno que se llamaba César). Al fin, le digo con sonrisa enigmática: “Le costó soltarme, pero no le quedó otra”.
“Javier, que casualidades tiene la vida”, pienso mientras vuelvo a casa después de mi comida. Ya tengo compañero de golf. Eso sí que es un éxito inesperado. 

jueves, 5 de enero de 2012

Mujer tridimensional.

Hoy me he dado cuenta de algo aterrador. Estoy sola. Pero no sola de falta de compañía. No sola de que no haya gente alrededor. No sola de que no tenga con quién hablar. No sola de que antes tuviera alguien con quien compartirlo todo y ahora no. No sola de que no pueda ir al cine con un amigo.
Sola de que nadie entiende, ni por asomo, ni llega a vislumbrar, el lugar en el que me encuentro. Sola de que no hay nadie en el lugar en el que me encuentro. El lugar metafísico. El lugar espiritual. El lugar metafórico.
Esta mañana me levanté mal. Tenía que haberme quedado en la cama –aunque con dos niños pequeños no habría estado chupado- pero acababa de completar dos “colecciones” de formularios: la de los Italianos, pues por fin llegó ayer por correo el último certificado de hacienda que necesitaba para mandarles todos los papeles que me han pedido, y la carta a los franceses, pues al fin llegó ayer la tan codiciada partida de nacimiento. Así pues, debía ir a echar las cartas en cuestión. Los niños, claro, en sus mundos de Yupi, no querían moverse de casa. Yo tampoco la verdad, ya digo, pero tenía que hacerlo. Michael corría de un lado a otro de la casa y yo no podía vestirle y trataba de explicarle que era imperativo que nos fuésemos a correos, que de eso más o menos dependía el futuro, nuestra existencia, el pan de mañana –hoy estoy intensa- y me preguntó por qué y le expliqué lo que es una pensión de viudedad, y le conté que papá había trabajado en Suiza, Francia, Italia, Inglaterra y España y que esas cartas eran para que pudiéramos tener un dinerito con que comprar comida -no tan melodramático, pero para entendernos, vaya- y me eché a llorar. Pero a llorar, llorar, como cuando el que llora es Richard, el pequeño, cuando le salen las muelas. Y mi hombrecito mayor de cuatro años me abraza y me da unas palmaditas en la espalda como hago yo cuando el que llora a moco tendido es él. Y me besa con ternura y me dice “eres bonita, mamá” y yo sigo llorando abrazada a él porque no tengo otra persona que me abrace cuando lloro. Y Michael sigue dándome palmaditas, y paciente espera apretándome lo justo, como haría un buen amigo –si es que yo tuviera un buen amigo dispuesto a abrazarme y escucharme y no a salir corriendo cuando me pongo triste y melancólica-.
Y vamos a correos y como estoy malamente, decido quedar para ir a visitar a una amiga que tiene niños pequeños como los míos. ¡Qué gusto! Voy a desahogarme con alguien que me abrace. Pero no resulta fácil. Cinco veces se sienta para escucharme, cinco veces debe levantarse para hacer otra cosa y yo me pregunto qué estoy haciendo allí, ¿es que no ve que estoy a punto de morirme de pena? ¿No ve que sólo quiero un hombro dónde llorar? Y sí, claro que lo ve y me abraza, y lloro, pero algo interrumpe y corto las lágrimas. Se va. Vuelve a escucharme y empiezo a contar y me pone en pausa de nuevo, y sigo contando y no entiende una parte, claro, porque me ha detenido tantas veces que no sigo el hilo ni yo. Y sé que me quiere y que trata de muy buena fe de aconsejarme, y normalmente sus interrupciones me hacen gracia, pero yo hoy estoy en otro lugar. No me encuentro en el plano de las personas normales. Estoy lejos, muy lejos de allí, con una angustia creciente y mi válvula de escape cerrada a cal y canto y trato de abrirla pero mi amiga se está dando una crema nueva que se ha comprado y me explica que se la ha recetado la dermatóloga y yo asiento sintiéndome tremendamente invasora y egoísta e inoportuna e inadecuada y espero pacientemente a que acabe, sabiendo que tiene todo el derecho del mundo a hablarme de sus cosas y que estoy allí en mal momento y me dice, vamos abajo, que te escucho. Pero entonces sucede otra cosa, no recuerdo cual y me quedo sola, sentada en un sofá y pienso que yo no estoy en aquel lugar. No existo. Yo estoy a años luz de esa habitación y ese sofá y en cambio mi amiga sí que existe, y está en su casa, liada con sus hijos, sus cremas, su vida -como es lógico- porque ella sí que vive en una dimensión tridimensional. Y rebusco en mi interior a la persona tridimensional que fui una vez y cuando mi amiga vuelve a escucharme, creo por un segundo: “igual sí que puedo hablar de mí y de lo que me preocupa” y empiezo y ella -incisiva de inciso- me para el discurso para hilar fino y pierdo de nuevo la madeja y en eso, mis hijos empiezan a llorar de hambre. Son casi las dos. Hora de marcharse. Me doy cuenta de que si no quiero hacer o decir algo de lo que arrepentirme para siempre, como perder los papeles delante de cuatro niños asustados, debo irme deprisa. Y ella gime un espera y yo le digo que me marcho mientras los niños gritan y yo grito de vuelta y los meto en el coche con calzador y la pobre está agobiada y se siente insultada, por supuesto, porque la persona normal que yo sería -si fuese- la está insultando,  y yo no puedo explicarle que o me voy de allí o me muero. Y cuando llego a casa empiezo a llorar porque quién puede imaginarse que el lugar en el que estoy no se encuentra en la tierra. Si no lo sabía ni yo. ¿Quién iba a pensar que después del limbo del cáncer terminal podía haber un limbo aún mayor? ¿Cuántos limbos entre el infierno y la tierra quedan por pasar? ¿Va ser esto siempre así? Ya, ya sé lo que va a ser esto. Esto va a ser lo que llaman la etapa aguda. Hoy sí que me siento aguda.

miércoles, 4 de enero de 2012

Autodiagnóstico

Algo que verdaderamente me preocupa es cuanto tardaré en estar bien. Pero bien, bien.  Hay quien dice que un año es lo normal para superar el duelo. Otros me dicen que ya pasé mi duelo con el cáncer. O al menos una primera fase. Como nadie se pone de acuerdo, acudo a los clásicos para saber dónde demonios estoy:
Wikipedia asegura que hay tres fases del Duelo:
1-Fase inicial de negación: como su nombre indica, es en la que se niega lo sucedido. El cerebro no lo asume/asimila/acepta.  Yo no recuerdo haber negado nada, a no ser que con negación se refieran a las dos semanas que con un nudo en el estómago estuve comportándome normal, sintiéndome normal, sin llorar y sin echarle terriblemente de menos. Estuve años negando la evidencia del cáncer, después años aceptando que sí se iba a morir y por último meses acompañándole en su lecho de muerte. Así que yo creo que negar, no estoy negando… pero en fin. Veamos la siguiente fase:
2-Fase aguda del duelo: esta es en la que se llora, se siente rabia, se pierde el interés por las cosas y el control. Yo sólo he llorado durante unos cinco o seis días –alternos- en dos meses y he perdido el interés así como en días sueltitos. ¿Y la rabia? Bueno, siempre he tenido bastante mala leche y diría que hasta se me ha suavizado… Es decir, que no, aguda, lo que se dice aguda no estoy. Desde luego no todo el rato. Tengo momentitos agudos, algún día, ya digo, ha sido pelín agudo… pero mi tran tran es más bien… llano. La doy por cumplida o por no sucedida. Vamos, que salto la número dos.
3- Por último toca la fase de resolución del duelo, en la que uno aprende a tomar decisiones por uno mismo, a aceptar la soledad. Eso pone en Wikipedia. Esta fase es muy tonta porque yo las he aceptado desde el primer día. La muerte y la soledad. No me gustan, pero están. Son. Las tomo. Es lo que toca. Además, lo de las decisiones siempre he sabido hacerlo solita. Recuerdo tres malos tragos nada más: el día que me llegó el requerimiento de hacienda, el día en que hice una sopa y… y ni siquiera me acuerdo del tercer día.
Vaya con las fases. Al final va a resultar que para nada soy una viuda normal como me querían hacer creer. Empiezo a preguntarme si acaso soy viuda.
Sí, vale, ya sé que todo esto del duelo es cierto pero también es una entelequia. En mi caso creo que puedo asegurar que las fases están todas mezcladas, lo que indicaría que no hay tales, pues se sienten emociones de cada una en distintos momentos. Unos días estás bien, otros muy sola, otros aprendes a enfrentarte con tu nuevo yo en singular, otros vuelve la pena al hacer un puré que le gustaba. Las etapas del duelo son un esquema base para los libros de texto. Lógicamente se trata de una generalización. Yo –espero- no soy del todo generalizable. Por desgracia –no me atrevo a decir por suerte-, nunca lo he sido. ¿Pero acaso puedo fiarme de mi propio raciocinio? Esto del duelo es un poco como volverse loco, así pues… ¿Soy capaz de hacer auto diagnóstico? Oh, cielos… ¿Y si todos estos síntomas mezclados tan sólo son parte de la primera fase, la de negación?... Pero entonces debería llamarse la fase de contradicción, o de confusión. Bien supongo que es posible que fuese un psicólogo quien le pusiera nombre, no un filólogo. Sí, “fase de confusión” le pega más. Así que si aún estoy en la primera fase, la de confusión… ¿cuántos meses más de enrevesadas contradicciones quedan? Empiezo a entender de dónde salen mis contrasentidos. Ay, madre… entonces… ¿Cuántas etapas hay en realidad? A lo mejor estoy peor de lo que creo y he entrado en la fase de duelo intenso, tan intenso o agudo que no me reconozco, que no soy capaz de enfrentarme a lo que realmente siento. Bien, podría ser que la fase también tuviese mal puesto el nombre. Quizá debería llamarse fase “tormentosa”, porque las emociones emborronan todo a veces y luego se van. No aguda. Aguda no describe dónde estoy. Lo que se dice aguda pues no. No me noto ni siquiera intensa en lo que al dolor se refiere en absoluto. Estoy relajada. Tranquila. Triste. Melancólica más bien. Ahora diréis: está negándose a sí misma la evidencia, negando, negando, negando… Primera fase. Te quedan dos. ¡Por favor, qué espanto! Totalmente desconcertante. Aterrador, incluso.
“Ser o no ser”: ¡Bah, ¿Eso es todo lo que te preocupaba, Hamlet?!

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Mensajes en botellas.

George murió en casa. Trataba inútilmente de llenar de aire sus pulmones. Yo le vi morir. Sus hijos le vieron morir. El alma se le escapaba en un larguísimo tren desbocado y nosotros fuimos testigos y tenemos el traqueteo de su muerte metido en las costuras.
-Yo sé lo que es la muerte -me dice mi hijo de cuatro años- porque yo vi morir a papá.
Esto me ha dado una especie de brutalidad de la vida, una gran comprensión de la libertad de los demás y de desear entender a los demás, pero al mismo tiempo también me da a veces una falta de paciencia absoluta para otras cosas más pequeñas que sin duda los otros, el otro, las personas, entienden como parte (o incluso el todo) de su libertad. Volvemos así a mis habituales contrasentidos. Ellos tienen razón, por supuesto, no yo. Para colmo, ocurre que estoy bien el sesenta por ciento del tiempo, pero el resto, no. No estoy bien. Si soy exhaustiva en el análisis debo reconocer que mi mente hace como que estoy bien y hasta mis reflexiones tratan de hacerme creer que estoy bien pero no soy de fiar porque a menudo viene, con un viento fuerte, súbitamente la tormenta y se nubla la vista y cae la noche. Ese ruido abrumador son las emociones que juegan al ajedrez con mis pensamientos. Hay horas muy malas, de intensa soledad a la deriva, de hundimiento. Desaparece el norte. No es pena por lo que he perdido, es una ansiedad profunda por un futuro que no existe y que no sé cómo buscar. O sí, qué demonios, es pena, pena intensa por lo que he perdido y ansiedad por sospechar que nunca lo volveré a encontrar. Es como el dolor de un adolescente que espera que algo ocurra sin ser capaz de salir de su cuarto pintado de negro para que ocurra. No dura mucho –creo-, un día, dos, pero durante ese tiempo me caigo al subir una escalera a medio construir entre tinieblas y por ejemplo, mando un mensaje a alguien. Ciertas víctimas habituales con quienes deseo disculparme. Un SMS o un Whatsapp o un e-mail. El mensaje puede parecer inocente porque escribo un simple qué tal, o como van las cosas, o expreso un concepto fuera de contextos convencionales, en línea con mis recién halladas preocupaciones. Otras veces no. Hay momentos en que el mensaje es de cajón. Lo siento. Siento poner a los amigos en compromisos emocionales. Es inevitable tratar de buscar una mano que pare la caída. No sería humano que no hiciese ademán de agarrarme cuando la silla se tumba de espaldas. Desgraciadamente, la mayoría de las veces sólo me agarro al aire y me caigo en un vacío aterrador.  
Es evidente. Soy una náufraga con brújula defectuosa. A pesar de mi fortaleza, mis ganas de estar aquí, de mantener la dignidad, las velas se quedan sin viento e incluso me quedo sin timón. Estoy sola y viene el sonido de ese tren a mi memoria y soy yo la que casi no puede respirar al revivir incesantemente la hora de su muerte. Estoy sola porque como mi hijo, yo le vi morir. Yo sé lo que es la muerte.
A veces puedes encontrar uno de mis mensajes en el mar. Tiro al agua simples, complejos, largos, escuetos mensajes metidos en botellas. No siempre los lanzo en la misma dirección. No te dejes engañar. Digan lo que digan, un mensaje en una botella siempre es una petición de auxilio. También entiendo que los mensajes no siempre lleguen a la orilla. Unos somos náufragos. Otros no. Es lo que hay.